El traspié en el congreso con la reforma tributaria es el peor error no forzado en lo que va del gobierno. Hasta ahora, habían sido descuidos, omisiones y desprolijidades de poca monta con poca repercusión real. En el peor de los casos, paralizaban al gobierno y lo dejaban sin la posibilidad de poder avanzar. Eran frecuentes y molestos, pero nada fuera de lo normal, si se considera que el gobierno carece de experiencia en el ejecutivo y tampoco ha estado dispuesto a aprender de sus errores.
Pero lo que ocurrió con la reforma tributaria se sale de los límites anticipados. Constituye un grosero error de cálculo que ni los opositores al gobierno se esperaban. Si se elimina toda la decoración argumentativa que busca explicar por qué se rechazó el proyecto, queda al desnudo el negligente juicio político que se usó para ciegamente empujarlo adelante. En efecto, para que la reforma llegará a ser rechazada, el texto que salió de Teatinos 120 probablemente tuvo que haber pasado por las manos de cientos de personas.
Primero, pasaron por las de todos los asesores del Ministerio de Hacienda, que tuvieron que pensar en las ingeniosas ideas del borrador inicial. Después, por las de todos los mandos medios involucrados en la política financiera del Estado, que tuvieron que filtrar, editar y enviar el documento a sus jefes. Y finalmente por las del mismo ministro de Hacienda, que en algún minuto tiene que haber determinado que bastaba con lo que había. Obviamente, el mismo Presidente tiene que haber dado el visto bueno antes de despacharlo a Valparaíso.
En el Congreso, el proyecto siguió incombustible. Increíblemente, a pesar de todos los reparos que se hicieron en las comisiones, y todos los avisos que dieron senadores y diputados de la oposición, nada logró detener su avance. A pesar de todos los controles políticos adicionales, el documento igual avanzó para ser puesto en votación. Todo esto sabiendo que si se perdía esa votación se perdía el año de trabajo que se había hecho hasta ese momento, además del año de trabajo que se tendría que esperar para poder presentarlo de nuevo. Aun así, se puso en votación.
¿Cómo el presidente no vio esto? Nadie sabe. ¿Por qué decidió avanzar en un proyecto tan importante que podría tener consecuencias tan graves? Nadie sabe. ¿Qué le hizo creer a Boric que tendría un golpe de suerte de último minuto y que conseguiría los votos? Nadie sabe. Y, más importante, presumiendo que hubiese conseguido ese puñado adicional de votos providenciales que le habrían permitido seguir adelante en el trámite, ¿cómo lo habría hecho para persuadir a los senadores de derecha? Nadie sabe.
La verdad es que no parece haber habido un plan. Y por lo mismo, la derrota es responsabilidad directa del presidente Boric, del ministro de Hacienda Mario Marcel y de la ministra de la Segpres Ana Lya Uriarte, que en su caso particular fracasó grotescamente en contar los votos y, presumiblemente, reportarle de vuelta la gravedad de la situación a los principales tomadores de decisiones. Ahora, el gobierno entra en una zona desconocida, en que tendrá que ingeniarse una forma de cumplir las promesas que hizo en campaña.
La gravedad del asunto se deja ver con toda su elegancia en el discurso de Marcel a la salida de la paliza legislativa. El ministro, como pocas veces se ha visto por parte de un titular de Hacienda, se involucró de lleno en describir las consecuencias de lo votado y a enumerar a los responsables de esas consecuencias. Normalmente los ministros de Hacienda se mueven dentro de los límites de su jurisprudencia política, pero no esta vez. Esta vez Marcel salió con todo a criticar a quienes se atrevieron a rechazarle la reforma.
El episodio completo tiene una trama que recuerda el primer proceso constitucional, en tanto en ambos casos hubo un sector que actuó unilateralmente proponiendo algo políticamente imposible de aprobar, solo para tratar de ingratos a quienes no se dejaron convencer por las luces voladoras. Tanto los impulsadores del proceso constitucional como los negociadores de la reforma constitucional fueron obtusos. Hicieron consensos mínimos y se negaron a entender que para ganar había que operar con astucia y modestia.
Hoy, el gobierno se deberá hacer cargo de las consecuencias políticas, pues tiene sobre la mesa una serie de promesas que no sabe cómo satisfacer. Sin los recursos de la reforma tributaria simplemente no podrá garantizar los beneficios sociales que prometió. El gobierno se tendrá que endeudar, o tendrá que redestinar fondos ya comprometidos a otras partidas si quiere cumplir con su palabra. En otras palabras, el traspié legislativo fuerza al gobierno a retroceder tres pasos y a tener que improvisar.
Lo que ocurrió es responsabilidad única y exclusiva del gobierno que no manejó bien los tiempos y no supo negociar para conseguir algo bueno en vez de algo perfecto. Marcel podrá enumerar a todas las personas y sectores que cree que son los responsables del fracaso, pero al final será solo él. A las personas no le importa lo que hacen los senadores o los diputados, o los gremios o los grandes empresarios. Le importa lo que hace el gobierno, y si siente que el gobierno no puede entregar lo que promete, no escatimará en castigar a los responsables.
Todo esto deja a Boric vulnerable en un momento en que estaba subiendo en las encuestas. El rechazo de la reforma tributaria lo obligará a repensar el inminente cambio de gabinete en otra luz. Ahora, más que nunca, deberá comenzar a pensar en el realismo que necesita para gobernar. Si no limpia su gabinete del peso muerto con el que carga ahora, estará destinado a fracasar una y otra vez. El presidente Boric necesita asumir la vulnerabilidad de su situación con más seriedad.
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