Flanqueados por el mar y la cordillera, la geografía de nuestro país pareciera querer resguardarnos del resto del planeta y hacer un nicho sólo para quienes aquí vivimos. Algo parecido le pasa a nuestras empresas listadas en Bolsa, que producto de su estructura de propiedad a veces parecen estar al margen o incorporarse muy poco a las tendencias que son ineludibles en el resto del planeta.
Los equivalentes del mar y la cordillera, a nivel de las finanzas corporativas de nuestros emisores, son la alta concentración y la baja liquidez de sus acciones. De acuerdo a los datos de la OCDE, Chile ocupa el segundo lugar de concentración entre todos los países que esa organización monitorea. Mientras que las acciones de las empresas listadas en manos de otras empresas (holdings) o de grupos controladores era en promedio 20% a nivel global en 2020, en Chile llegaba al 70%, sólo superado por Sri Lanka. Consecuencia natural de esto es que nuestra empresas listadas están muy por debajo del promedio de participación de inversionistas institucionales. Cuando en el mundo los inversionistas institucionales eran dueños de 43% de la capitalización de mercado en 2020, nuestro país estaba entre los colistas, con cerca del 10% (y casi la mitad correspondía a inversionistas institucionales locales, como las AFPs).
A nivel global, los inversionistas institucionales han crecido enormemente en la cantidad de fondos que administran y se han transformado en la principal categoría de inversionista. Buena parte de su cartera de inversiones se hace con criterios de inversión pasivos, es decir, no eligen empresas una a una, sino que compran las acciones de todas las entidades que se incluyen en un listado (o índice) que es preparado por alguna institución especializada. Hay índices para todos los gustos y apetitos de riesgo, pero algo que tienen en común es que los proveedores de índices usan el tamaño de los emisores y la liquidez de sus acciones como criterios de inclusión y para decidir qué tanto pesará cada uno en la composición del índice. A más grande la empresa y más líquidas sus acciones (mayor cantidad de acciones disponibles para comprar en Bolsa en cada momento), más participación se les da en el índice. A mayor participación en el índice, más es la inversión que se canaliza a esas empresas por parte de los inversionistas que lo usan.
La alta concentración de la propiedad accionaria en Chile determina una bajísima liquidez, lo que unido al tamaño relativamente pequeño de nuestras empresas comparado con otros mercados, hace que casi no existamos en los índices internacionales. Por ejemplo, el MSCI Emerging Markets Index que incluye a cerca de 1.400 emisores, de 24 economías emergentes, lista solo una quincena de compañías chilenas y su participación combinada es de solamente 0,0072 del índice. Esto quiere decir que, de cada 1 millón de dólares que un inversionista institucional extranjero invierte según ese índice, al mercado chileno llegan solo 7,200 dólares a repartir (cerca de 400 mil pesos de inversión para cada emisor local incluido en el índice). Incluso en el índice MSCI específico para Latinoamérica pesamos solamente 7%, mientras que las empresas de Brasil pesan 63% y las mexicanas 24%. Nuestra integración a los portafolios de inversión internacionales es por tanto, bajísima, y probablemente se mantenga así.
Una de las consecuencias de esta insularidad de nuestro mercado de capitales, es que asuntos que están al tope de las agendas de inversionistas institucionales y de las empresas listadas en el resto del mundo, acá no pasan de ser secundarios y muchas veces requieren de la intervención del regulador para ser abordados. Mientras que sus pares extranjeros han integrado voluntariamente a sus estrategias estas demandas del mercado, y sus directorios trabajan arduamente en supervisarlas bien (pues son un elemento diferenciador que les podrá ofrecer ventajas), acá no es raro encontrar directores que discuten si se justifican los costos de la regulación que las ha impuesto, o que se cumplan con fastidio.
Dentro de las tendencias globales que más han empujado los inversionistas institucionales destaca una en torno a la sigla ESG. Esas tres letras, que corresponden a las iniciales en inglés de “ambiental, social y de gobernanza” se han ido transformado en una versión ilustrada de gestión empresarial, que está redefiniendo las expectativas de los inversionistas. Ya no es suficiente que la empresa genere utilidades, sino que debe hacerlo de una forma que además no dañe al medioambiente y la sociedad. Colin Mayer lo ha expuesto muy bien cuando sostiene que se espera que una empresa identifique dónde sus actividades están teniendo un efecto perjudicial sobre el planeta y las personas, para luego determinar las formas en que puede mitigar, remediar, rectificar o compensar los perjuicios que está causando. Si los costos de hacerlo son más altos que los beneficios, entonces debe desistir de realizar esas actividades. Esto, que suena tan lógico, demanda una redefinición de la estrategia y operatoria de las empresas que está al tope de las agendas de los directorios e inversionistas a nivel global, particularmente frente a la evidencia del cambio climático.
En nuestro país, la mirada ESG atrae cada vez más seminarios y columnas de opinión, así como una reciente normativa de la CMF que genera obligaciones de divulgación a partir de 2023, pero sigue lejos de las prioridades de nuestros directorios. Así lo demuestra un reciente estudio del ESE de la Universidad de los Andes y PwC, sobre la aplicación de los criterios ESG en Chile. De acuerdo a sus autores, salvo contadas excepciones, los directorios de nuestras empresas tienen algo de conciencia sobre la importancia del tema, poca convicción para abordarlo y todavía menos competencia para supervisarlo. En definitiva, concluyen, no es el directorio quien lidera la agenda ESG sino que son otros los agentes quienes están impulsando el proceso de cambio, desde el interior de la empresa o desde el regulador.
Esperemos que les vaya bien a todos esos agentes que avanzan la agenda ESG en nuestras empresas, alejados de la influencia de los inversionistas institucionales y sin el apoyo comprometido del directorio, ya que tienen delante un desafío complejo del cual depende la sostenibilidad y competitividad a largo plazo de nuestras empresas.
Héctor Lehuedé, de Razor Consulting (www.razorconsulting.cl), es abogado de la Universidad de Chile, magíster de la Universidad de Stanford, certificado como director de empresas del IoD de Reino Unido, y está especializado en gobierno corporativo, integridad, sostenibilidad y asuntos financieros.
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