Una mayoría de la Convención Constitucional ha decidido imponer el bien.
Para ello se aprobó un decálogo de conductas políticamente correctas que contiene normas y sanciones de distinto tipo, incluyendo la reeducación del convencional que yerre en sus apreciaciones sobre la violaciones a los derechos humanos en dictadura (1973-1990), las ocurridas después del 18 de octubre de 2019 o durante “las atrocidades y el genocidio cultural del que han sido víctimas los pueblos originarios y el pueblo tribal afrodescendiente”.
Estas apreciaciones correctas sobre estos eventos ya están definidas, indiferentes a la investigación histórica y a las conclusiones judiciales sobre casos que se encuentran bajo investigación.
La obsesión intolerante por acallar o castigar a quien se sale del discurso políticamente correcto, se disfraza de “negacionismo”. El concepto tiene su prestigio puesto que se refiere a la negación de hechos históricos acreditados y forma parte de la legislación de países cuyos habitantes o dirigentes fueron cómplices o ejecutores directos del holocausto, el mayor crimen contra la humanidad que se haya cometido en la historia.
Si fuésemos completamente cándidos, podríamos estar felices ya que desde ahora nadie se atreverá a discutir lo que realmente pasó en los tres momentos históricos definidos por el decálogo moral de la Convención. El problema empieza cuando queremos saber lo que realmente pasó y porqué pasó. Entonces interviene la investigación histórica, los testimonios, el debate público y la confrontación de antecedentes, dinámicas que requieren para existir de la más amplia libertad de expresión.
La acusación de “negacionista” en nuestra región latinoamericana se utiliza para construir el discurso políticamente correcto. En Argentina, por ejemplo, forma parte del discurso correcto, hablar de los 30 mil desaparecidos. Quien lo discuta es signado como negacionista. Sin embargo, la comisión de verdad, los sitios de memoria y las diversas investigaciones históricas realizadas por profesionales de la historia reciente normalmente solidarios con las víctimas de la dictadura, nunca han podido acreditar esa cifra, y se conforman con los cerca de 10 mil desaparecidos o ejecutados, cifra de por si pavorosa, pero indecible.
La utilización de los derechos humanos para imponer exclusiones, validar discursos intolerantes y afectar el derecho a la libertad de expresión resulta del todo paradojal. Justamente, la libertad de expresión está garantizada por el articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos al sostener que “todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, el de difundirlas sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
Porqué los convencionales han aceptado libremente y de buen grado relativizar para si mismos un derecho humano fundamental como la libertad de expresión, afectando su propia libertad de opinión, es algo que supera la imaginación y muestra lo peligroso que puede llegar a ser el silencio frente a la estridencia de quienes se sienten poseedores de la verdad y representantes del bien sobre la tierra.
Es demasiado alto el precio que una parte del Frente Amplio estuvo dispuesto a pagar para calmar la ira y frustración de sus aliados.
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