En el principio estaba Miguel Crispi y Miguel Crispi era Dios. O era más bien la figura sobre la que las otras creaturas de su reino consiguieron su forma, el molde que los moldeó a cada uno de ellos. La misma barba de ministro light, los mismos anteojos de marcos gruesos que se parecen a los de Allende, pero también en una versión más liviana.
La misma cara de astucia y silencio de tantos parlamentarios y dirigentes. Una cara que mejor que ninguna otra transpira universidad y estudios, aunque haya desarrollado casi toda su vida adulta en la política. Un rostro que en el caso de Crispi tiene algo de serio, no del todo simpático, pero que consigue algo parecido al respeto.
La biografía misma de Miguel Crispi Serrano es así paradigmática, un resumen previo de la biografía del resto de los dirigentes del NAU, RD y el Frente Amplio, que fundó e inspiró y acompañó en su camino desde el colegio a La Moneda. Hijo de la ministra de Bachelet, Claudia Serrano, Crispi viene del riñón mismo del PS en el que militó antes de crear su propio partido.
Formado políticamente en la fundación que la expresidenta que dejó en Chile para crear nuevos dirigentes; descubrió a los pobres en la fundación Techo para Chile y los convirtió en su materia de estudio en varias tablas y cuadros porcentuales, que le valieron el título de sociólogo de la Universidad Católica.
Ahí presidió la FEUC, arrebatándosela al gremialismo que solía ganar todas las elecciones por entonces. Logró desde la dirigencia universitaria reclutar a un joven estudiante de ingeniería cuya única pasión parecía ser el vóleibol. Descubrió en el un instinto social, nacido como en su caso de la militancia cristiana.
El joven reclutado se llamó Giorgio Jackson y el movimiento que este dirigió hizo que millones y millones de chilenos desfilaran primero y votaran después por nombres y caras nuevas que prometían renovar la política y acabar con la casta injusta y sorda que nos gobernaba.
Asesor del ministerio de educación de Nicolás Eyzaguirre en Bachelet II, siempre detrás, aconsejando, cortando cabezas, dando lineamiento, negociando. Crispi sin ser demasiado popular llegó a ser diputado (con el 4 y tanto por ciento de los votos) y luego subsecretario de Desarrollo Regional y luego jefe del Segundo Piso.
Una carrera astronómica que se contradice con el terror a declarar ante la comisión investigadora de la Cámara por el Caso Convenios, que involucra al núcleo central del partido que creó con tres amigos más.
El contraste entre la biografía de Crispi y sus absurdas excusas para no responder políticamente a lo que evidentemente es un problema político, sería alarmante si no fuera cómico. Mas cómico aun si se piensa que su rol es ser consejero político del presidente, especializado en evitarle los problemas que su sola presencia en el palacio está provocando.
¿Por qué alguien que sabe de política, que la ha ejercido desde la adolescencia, que exhibe tanto “capital cultural”, se comporta como un alumno que inventa certificados médicos para no dar una prueba?
Por cierto, hay en el área de las responsabilidades políticas, en la ética de la responsabilidad en general, una falla evidente en la formación política y humana de la dirigencia de RD. Algo, que les obliga a testarudamente negar lo que todos ven y a atribuirle a otro los problemas. Una forma sorda de aplicar la famosa frase de Arthur Rimbaud, el más adolescente de los poetas adolescentes: “yo es otro.”
Pero en el caso de Crispi hay algo más que una falla de formación política (es decir intelectual y moral). Crispi no fue a declarar, una tarea que un político de antes hubiese muerto por cumplir, solo porque le dio lata o nervios, sino porque el ministro Cordero, su abogado, se negó a que lo hiciera.
El hecho mismo que quien debería ser el abogado del país, o al menos el representante del gobierno ante el Poder Judicial, actúe de abogado particular del jefe de segundo piso, es de por si suficientemente raro. Que además este abogado que debería ser ministro, ensaye en ese papel, que no le corresponde por ningún lado, extrañas y nuevas teorías de derecho administrativo, no hace más que aumentar la extrañeza del caso.
Pena, pena esa que los mexicanos llaman vergüenza, que es lo único que puede uno sentir cuando esas teorías administrativas son una a una denegadas por el Contralor, inventándole un problema a un gobierno que en ningún sentido parece carecer de ellos.
Así un hecho menor, la declaración de quien fue el líder espiritual de RD ante un grupo de vengativos parlamentarios, se convirtió en una bufonada leguleya que expuso aún más a quien se quería eximir de cualquier responsabilidad. Pobre Miguel Crispi, obligado a decir que su trabajo es técnico, cuando la única técnica que conoce es la política. Falto del carácter suficiente para haber dado el primer paso y haber ido a declarar de motu propio, se vio obligado a esconderse a plena luz de día, quedando inservible para el papel de fusible político que era parte de sus obligaciones.
¿Qué tenía que esconder Miguel Crispi? No creo que nada realmente importante. Solo el intento de negar su presencia para venir a decir que contra Crispi, el hombre que prefirió el segundo plano, y el manejo de los títeres a su primera línea, uno no se podía meter.
Pero hay miles de acontecimientos y datos que un hábil jefe político puede hacer pasar de adversos a proféticos. Nada de eso se ensayó esta vez y La Moneda actuó una vez más como una fortaleza inexpugnable, llena de agujeros y pasadizos donde todo lo que no debe saberse se sabe, y todo lo que se sabía se olvidó.
Crispi y su apoderado Luis Cordero, reprobaron esta prueba que no tenía otra dificultad que aceptar la autoridad de los examinadores. Cordero intentó una aventura usando el capital político del jefe del segundo piso. Este quedó condicional, anotado en el libro de clase, con una nota roja, y su capital político hecho triza. Una vez más: todo por nada.
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