El Caso Convenios ha sido una verdadera sonda que nos hunde al fondo mismo de la administración de este gobierno. Gracias a él, hemos podido descubrir una serie de funcionarios apurados por aprobar papeles ilegibles que permitían que los fondos para las fundaciones llegaran luego, muy luego, a sus fundadores. También nos ha revelado hasta qué punto la gran familia concertacionista, familia en el estado estricto y simbólico del término, sigue en su lugar administrando la maquinaria del estado.
La meritocracia, esa promesa tantas veces vacía, está en el corazón de la identidad del Frente Amplio. Su obsesión temprana por la educación tiene que ver con esto: la idea de que, si todos estudiamos y nos esforzamos, podemos ser lo que queremos ser. Gran parte de su virulencia nacía también de la sensación de que la centroizquierda del Bachelitismo se había estancado y corrompido.
La sensación es que pasaban demasiadas cosas en la sociedad chilena, que habían demasiados rostros, sensibilidades, pueblos y villorrios que no estaban representando entre los altos cuadros del gobierno. Fue en parte lo que garantizó el éxito electoral de estos jóvenes que prometían, al menos en lo etario, una renovación total, que de parcial pasó a ser inexistente.
La administración Piñera hizo aún más patente la impresión que nos gobernaba una bandada de primos hermanos y primos segundos. Provenientes de dos o tres colegios, amigos desde esa infancia en común particular pagada, de la que el resto de las infancias nos sentimos excluidos: la promesa de un gobierno sin parientes se hizo cada vez más urgente. El candidato Boric lo repitió todo lo que pudo, aunque no podía dejar de saber Gabriel Boric que él y sus amigos eran hijos y sobrinos de héroes de la Concertación. Rebeldes unos, enojados otros, pero hijos, nietos o sobrinos de la elite gobernante de la centroizquierda, y, en algunos casos, de la centroderecha.
La promesa de un gobierno sin parientes era por lo demás imposible de cumplir porque este es un país de 17 millones de personas que suelen vivir lo más cerca posible y casarse entre ellos. Un país en que, nos guste o no, somos todos primos, más aún de lo que creemos saber. Imposible de cumplir la promesa porque entre estos 17 millones de chilenos son pocos los que se dedican a la política más o menos profesionalmente, y estos, como en el resto de las profesiones en chile, se casan entre ellos o al menos se conocen intensamente como en cualquier otro club.
Imposible de cumplir la promesa porque el gobernante necesita cada vez más confianza, saber con quién contar y con quién no y contratar a desconocidos por méritos es, en esta labor de confianza, un peligro innecesario.
Muy luego el Frente Amplio vio que el gobierno le quedaba grande. La administración del estado, en manos justamente de algunas familias, se ha especializado de tal modo, ha complicado de tal modo su lenguaje, que necesita con urgencia de las tías y las primas para que tradujeran a un idioma más o menos comprensible las metas, los programas, los informes, que permiten la gestión del gobierno.
Es quizás ese lenguaje, esa forma de hacer las cosas, o de no hacer las cosas, lo que está en cuestión en este asunto de las fundaciones. Porque solo en estos organigramas a contrata, y en los de “planta”, en ese desdoblamiento de funciones en que se especializa la administración pública, pudo haber crecido la complicada madeja de las fundaciones.
Chile tiene un estado relativamente pequeño pero que ha adquirido algunos de los vicios de los grandes. Uno de ellos es la creación de este lenguaje que algunos no podemos entender del todo. Lo vivieron los funcionarios de Piñera que aprendieron a entenderlo y usarlo justo cuando ya se cumplía su tiempo y tuvieron que irse.
El estado necesita, por cierto, funcionarios que, mas allá del gobierno de turno, entiendan estas galimatías y permitan que las distintas instituciones de controles no dejen pasar documentos vistosos impresentables. A falta de esos funcionarios de confianza de todos y nadie, se ha instalado una clase social intermedia, un mundo de sociólogos o casi analistas de Ciencias Políticas que casi nunca viven más en La Reina que en Ñuñoa, aunque vivan siempre en una especie de Ñuñoa mental.
Manuel García en vez de Silvio, o Manuel García cantando a Silvio. Ismael Serrano más que Sabina, y un poco de Mon Laferte y de Jorge González. Un mundo satisfecho de sí mismo se reencuentra en La Moneda en distintos puestos para proveer esa ilusión de continuidad a la que Boric se volcó ahora. Miguel Crispi aparece así en el centro de esa madeja de relaciones familiares y políticas que, al parecer, le simplificaban los tramites complicados y lograba, sin casi debate, siempre estar de acuerdo consigo mismo.
Un mundo de regalones de la olla en que parece no asomar nada parecido al fantasma siempre vacío del mérito, o el esfuerzo o la simple conciencia de que la política es un escenario en que es imposible esconder nada por mucho tiempo.
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