El 11 de septiembre de 1973 tenía 3 años y medio y Caszely y Allende eran mis dos únicos héroes. Algo murió cuando murió este último en directo por radio Corporación. Vivía en Viña en una calle de la cuesta de Agua Santa. El panadero de la esquina nos denunció y policías, marinos y algunos civiles en metralleta revisaron buscando pruebas del plan zeta. Curiosamente trabajaría veinte años después en un programa de televisión llamado así.
Esa tarde se llevaron a mi mamá. Volvió al otro día y ya no hubo duda de que había que irse. Entramos a escondidas a la residencia del embajador de Francia y luego a Paris donde aprendí a leer, escribir y contar en francés, aunque en la casa todo seguía sucediendo en castellano. Chile era la obsesión que vestía todas nuestras paredes y conversaciones. Dormía debajo del Che recibiendo fuego de Fidel para prender un habano. Después lo logre reemplazar por un poster de Chaplin, mi nuevo ídolo.
Estaba sin duda del lado correcto de la historia. Del lado de los perseguidos, los heridos, los exiliados. En contra de un país gris y autoritario, represivo y depresivo que no quería comprender que la revolución socialista era inevitable. Sin embargo, algo me llevaba a preguntarme por el lado incorrecto de la historia.
¿Su violencia, su desprecio no era miedo en el fondo? Miedo ¿A qué y a quién? Si nosotros éramos tan buenos, si lo único que queríamos era redimir al pueblo, ¿por qué deberían tenernos miedo? ¿por qué nos odiaban tanto si éramos los buenos? Y si odiábamos tanto, ¿éramos realmente buenos? Entre medio volvimos a Chile en plena dictadura y la perplejidad sobre cuál es el lado correcto e incorrecto de la historia se hicieron más apremiantes en mí.
La dictadura no rebajó su crueldad y mató a un apoderado y un profesor de un colegio por el que pasé, pero en el nuevo al que fui a estudiar muchos compañeros miraban la dictadura con indiferencia o simpatía. La UP, me contaron sus padres, era el hambre, eran las colas, eran los privilegios de los funcionarios, era la toma y las expropiaciones. Era sobre todo un juicio sin apelación a sus formas de vida, una mirada de cierta superioridad moral sobre su forma de comprender la vida que les decía cómo debía ser el pueblo, que se los decía desde arriba.
El No ganó porque comprendió justamente que no tenía que imponerle a nadie una forma de vida y porque la dictadura con sus privatizaciones había hecho una revolución que estaban pagando los chilenos medios. Las grandes inscripciones de cobre que decían 1810-1973, eran muestra de la soberbia fatal que les costó la elección porque quería convencer a la fuerza que ellos si estaban del lado correcto de la historia.
Quizás porque elegí ser escritor, me siguió obsesionando entender el otro lado de la historia. Habiendo nacido del lado correcto quise entender a los que nacieron en el otro o los que vivieron en ninguno de los dos. Entrevisté a militares, ministros de la dictadura, economistas, militantes de partidos que defendieron la dictadura y hasta me sorprendí escuchando con él al lado, la primera versión con que el torturador Álvaro Corvalán quería conquistar el mundo del espectáculo.
Que el temido Sergio Onofre Jarpa me llevara como un abuelito a mi taxi, o que su oficina estuviera decorada de caricaturas de sí mismo no cambió nada mi opinión sobre su rol como ministro de Pinochet. Pero me permitió sentir hasta qué punto para él, el lado correcto de la historia era el suyo.
Y en alguna medida el otro lado de la historia tenía sus razones, sus propios miedos, sus propias pasiones que era preferible comprender mas que despreciar. Por lo demás es imposible erradicarle a nadie su infancia. Y es ahí donde estas convicciones, que esta manera del mundo se completa.
Quise, contra la moda actual por juzgar y por mostrarse juzgando, por descubrir lo ya descubierto y denunciar lo mil veces denunciado, escuchar. La historia gira y el lado correcto cambia demasiadas veces para confiar siempre estar del buen lado siempre, es mejor comprender el movimiento y tratar de aliviar el dolor y el desconcierto de los que quedan heridos en esos cambios. El niño que fui, y mis padres y mi país en ese desconcierto de primavera del que conmemoramos 50 años, es el lado de la historia del que parto, pero me resultaría pequeño quedarme con mi dolor. No ir más allá de la rabia y la impotencia que sube en mi cuando recuerdo ese martes 11 nublado de hace 50 años y no entiendo a los que celebraron, los que olvidaron o los que no habían nacido.
No hay nada moralmente superior en dolerte con tu propio dolor, en defender a los tuyos, pero la moral empieza cuando concibes la idea de que existen los otros, cuando sin abandonar quien eres puedes de pronto entenderlo desde su propio idioma. El lado correcto de la historia es saber que este no existe, que existe solo comprender, amar a los que en los giros de estos quedan huérfanos, solos, heridos y abandonados.
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