Al presidente Boric le llueve sobre mojado. En la “corte de la opinión pública” hace tiempo que se había instalado la idea de un gobierno arrogante, inexperto e incompetente, que partió con el fiasco de la visita improvisada de la exministra Izkia Siches a La Araucanía donde fue recibida a balazos.
Posteriormente el presidente apostó todo su capital al apruebo en el plebiscito de salida donde sufrió una derrota épica que puso en cuestión los cimientos doctrinarios de su programa de gobierno; un terremoto grado nueve del cual nunca más se ha podido recuperar.
Visto retrospectivamente, cuesta imaginar cómo el gobierno no supo calibrar adecuadamente lo que para ellos estaba en juego, ignorando todas las señales de que caminaba a pasos agigantados hacia el abismo.
Para salir del atolladero Boric recurrió a sucesivos cambios de gabinete que en nada han logrado revertir la situación. Hoy el cielo está más nublado que nunca pues al listado de desaciertos se ha sumado el “cáncer” de la corrupción, que está destruyendo al Frente Amplio y horadando las bases éticas y morales de su gobierno.
En las últimas encuestas aparece por primera vez que un porcentaje altísimo de ciudadanos no le reconoce al mandatario ningún atributo positivo y que más de un setenta por ciento jamás volvería a votar por él.
Pese a todo el presidente tiene un “corralito” de votos inamovibles que oscila entre el veinticinco y el treinta por ciento, que representa el voto histórico de la izquierda de los últimos cincuenta años. Se trata de un apoyo ideológico que no depende de la performance del gobierno.
Un fenómeno homologable a lo ocurrido con el presidente Allende que fue tan bien sintetizado en la famosa frase “este gobierno es una mierda, pero es mi gobierno”, lo que implicaba una reafirmación del apoyo y lealtad de la Unidad Popular pese al caos imperante en el país. Frase que hace unos días fue aplicada a este gobierno por el exministro y actual dirigente socialista Osvaldo Andrade quien, inexplicablemente fue objeto de “bullying” y repudio por sus propios camaradas.
En el caso de Sebastián Piñera tocó fondo con un seis por ciento de aprobación porque fue repudiado por amplios sectores de la derecha, indignados con él por sumarse al acuerdo político que abrió las puertas a la convención constitucional, lo que consideraron una verdadera traición. Es decir, a Piñera se le desarmó el “corralito”.
No es el caso del presidente Boric, que conserva intacto el apoyo del voto duro de la izquierda que, aunque sea una minoría, le permite ejercer el poder con cierto grado de dignidad. Sin embargo, este “corralito” no está garantizado y el presidente está obligado a cuidarlo como hueso santo. Aquí es donde entra al ruedo el asunto del megáfono que muchos analistas han estigmatizado como ridículo, impropio y poco presidencial.
Con minoría en el Congreso y considerando que sus proyectos emblemáticos, tales como salud, pensiones y pacto fiscal no tienen el respaldo de la mayoría de la ciudadanía, y además suscitan divisiones en el seno de su coalición, al presidente no le queda otra que ponerse del lado de las masas, solidarizar con sus padecimientos, agarrar el megáfono y aplaudir la movilización social. Eso es precisamente lo que está haciendo.
Hay una nueva estrategia de “victimización” del presidente que, también uso Allende: ya no se trata de dar explicaciones sobre por qué las cosas se hacen mal sino denunciar el “bloqueo”, la intransigencia políticamente motivada, la intención de la oposición de hacer fracasar el gobierno a como dé lugar.
Ninguna marcha de protesta o descontento, aunque sean contra el gobierno, puede calificarse de hostil hacia el presidente. Para que esta estrategia funcione Boric tiene que retomar su rol de agitador, para lo que tiene condiciones naturales, aunque ello implique sacrificar el papel más neutral de presidente.
En este contexto hay que entender al nuevo Boric, aguerrido, protagónico, que baja a la arena política a pelear de igual a igual con los líderes opositores, saliéndoles al paso y criticándolos, declamando contra la corrupción de la cual su gobierno es víctima a manos de grupos inescrupulosos que merecen la excomunión; y el consejo de la ministra Orellana de que saliera a la calle megáfono en mano a empatizar con los protestantes y buscar la empatía de ellos, no hacia su gobierno, sino a su persona.
Con La frase “no daré mi brazo a torcer” para lograr el cumplimiento del programa busca tomar distancia de su propio gobierno, se presenta como una especie de “defensor del pueblo” abrumado por los obstáculos y las piedras en el camino que otros ponen. Lo que conecta bien con un sentimiento popular muy acendrado entre los chilenos de que cuando algo no sale bien es porque el presidente está siendo mal aconsejado.
El objetivo es llegar al final del gobierno con el treinta por ciento como piso, mantener la unidad de toda la izquierda intacta, enfrentar las elecciones municipales unidos y llevar una candidatura común a la segunda vuelta presidencial que compita con Kast o Matthei.
Puede que el próximo gobierno sea de derechas, lo que de ninguna manera sería el fin de Boric. Todo lo contrario, lo más probable es que se transforme en el líder indiscutido de todas las izquierdas, el único capaz de mantener y proyectar su unidad.
En una de esas, megáfono en mano, tras cuatro años con la derecha en el poder, un Boric más maduro y experimentado, consciente y confeso de sus errores y falencias podría regresar en gloria y majestad a La Moneda.
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