En un reciente encuentro de antiguos ministros de hacienda de las décadas del 90, del 2000 y del 2010, vale decir, de Aylwin, Frei, Lagos, Bachelet y Piñera, se puso sobre la mesa un consenso compartido; extraño porque no hacía referencia a los equilibrios fiscales o al balance estructural o a la lucha contra la inflación, sino a la necesidad de reformas en el sistema político que, a juicio de los exministros, ha vuelto prácticamente ingobernable al país.
Los ministros de hacienda son quienes más sufren las debilidades de la arquitectura institucional de la política, la que está conformada no sólo por el sistema de gobierno, las relaciones entre los poderes ejecutivo y legislativo, sino muy principalmente por los sistemas electorales y las leyes o costumbres referidas a los partidos políticos.
Efectivamente, resulta imposible para un gobierno imponer medidas impopulares, como por ejemplo evitar los retiros de los fondos de las AFP o tal o cual reforma tributaria, si el ejecutivo se enfrenta a un Congreso conformado por 150 diputados convertidos en caudillos locales de una veintena de partidos, algunos minúsculos, que anteponen sobre cualquier criterio la defensa de sus propios intereses electorales. ¿Por qué las bancadas no se ordenan se preguntan en el gobierno? Pues porque nada las obliga a ello.
¿Pero cuáles son entonces los incentivos que el debate constitucional debería imponer para mejorar las condiciones de gobernabilidad del país? Se arguye que después de décadas del sistema mayoritario binominal, el paso al sistema proporcional fue una conquista democrática que abrió las puertas a sectores subrepresentados o completamente olvidados o excluidos por el sistema electoral. Eso es cierto, pero también lo es que nos ha llevado a la situación actual de difícil gobernabilidad.
Sin necesidad de torcer la voluntad popular, (como por ejemplo intentando volver al binominal) el nuevo esfuerzo constitucional tiene la obligación de hacerse cargo en serio del sistema político y del sistema electoral, grandes falencias o ausencias del proyecto de la Convención fracasada.
Un aspecto central tiene que ver con el fortalecimiento de los partidos políticos (los que la convención pasada quiso eliminar: “el pueblo avanza sin partidos”). En esta línea las mejores experiencias internacionales indican que la manera de fortalecerlos -además de establecer normas democráticas de funcionamiento interno- pueden ser:
Se dirá que son normas draconianas, pero son las que funcionan.
Normas de este tipo incentivarían la formación de grandes partidos que comparten una visión y un proyecto para el país y que por lo tanto actúan en el parlamento con disciplina y predictibilidad. Si son de una coalición de gobierno, apoyan al gobierno, que es lo mínimo que se debería exigir.
Se evitaría que pequeños grupos elijan parlamentarios al alero de pactos con partidos mayores, y se desincentivarían los pactos por omisión (dada la necesidad de alcanzar el umbral) lo que ordenaría el juego parlamentario y evitaría el necesario “pirquineo” al que se ven obligados los gobiernos para hacer aprobar iniciativas como por ejemplo, el apoyo a una propuesta de Fiscal Nacional o de Contralor.
Las alianzas o coaliciones deberían establecerse después de las elecciones, entre los que sobrevivan a ellas. La práctica de formar coaliciones antes de las elecciones incentiva perversamente la profusión del clientelismo y multiplicación de caudillos locales o bien la aparición de micro partidos cuyo único destino y motivación es conquistar y defender espacios de poder para sus controladores.
La segunda oportunidad que el país se ha dado para tener una nueva y buena Constitución, no debe eludir estos temas esenciales si queremos de verdad mejorar las condiciones de gobernabilidad del país.
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