Prólogo del autor
“Designios misteriosos quisieron que sea un sobreviviente. Por razones de edad, quedan pocos de aquellos que tuvieron responsabilidades durante la UP que aún puedan escribir. Solo los que éramos muy jóvenes entonces. Yo cumplí mis 30 años, después del golpe, asilado en una embajada. Y con Luis Maira somos los únicos vivos de la lista de “los 13 más buscados” por la Junta Militar, publicada a página completa en primera plana de El Mercurio.
En esa ruleta posgolpe, donde la bola paraba en muerte o en vida, como juego de azar en el rojo o el negro, cayeron muchos dirigentes menos buscados que yo, y otros de organizaciones políticas más apertrechadas para cuidarlos que el joven Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU) dividido entonces. Fui también clandestino no capturado, como lo prueba que ahora esté vivo para contarlo; exiliado durante 14 años y preso político de la dictadura. Luego, sin que me lo hubiera propuesto, soy un hombre de empresas, grandes y pequeñas, desde hace más de 30 años, con gran fascinación por lo transformador, revolucionario de realidades que ellas pueden ser. Al mismo tiempo, tengo una viva vocación política; aunque me trataron de excluir de ella con saña y no lo lograron. Y, por cierto, cuando estoy por cumplir 80 años, soy de los que han podido sortear los accidentes, enfermedades e invalideces en el camino de toda vida y que con el tiempo solo aumentan.
En estos casi 80 años he tenido suficiente tiempo, experiencias y aprendizajes como para mirar desde otra perspectiva lo vivido. Es por ello que este libro refleja lo que hoy he terminado pensando sobre lo que la vida —esa gran alfarera— ha ido año a año configurando en mí. No puedo, por ejemplo, mirar o juzgar la UP o a Allende desde su tiempo. Como todos, he ido cambiando. Solo los muertos dejan de pensar y están impedidos de desdecirse de sus últimas palabras.
Hay tiempos de cambios mínimos en cada existencia, pero otros que marcan tu futuro. Un tiempo de vuelco personal fue cuando mi formación cristiana me llevó en la universidad al compromiso social y luego a la izquierda. En ese camino, casi sin pausa, como un continuo, personas de esos mismos orígenes descubrimos el marxismo como interpretación iluminadora de la historia. En eso estábamos cuando llegó la UP.
Sin embargo, mi gran vuelco, aquel que me marca hasta hoy, ocurrió después de la UP. Fue el llamado proceso de “renovación socialista” nacido de la voluntad, compartida por varios, de reflexionar en qué nos habíamos equivocado para llegar a una derrota de magnitud tan colosal como la nuestra en la UP.
Sin perjuicio de que todo pensamiento está siempre renovándose, mis conclusiones de ese proceso las expongo a continuación en este prólogo, porque sintetizan e inspiran mi visión del pasado y son pilares importantes de mi presente:
Sobran dedos de una mano para contar los gobiernos exitosos de la izquierda latinoamericana. Los intentos guerrilleros fracasados bañaron de sangre joven selvas y ciudades del continente, y las únicas tres tentativas triunfantes —Cuba, Nicaragua y Venezuela— son un desastre, de las cuales hasta desde la propia izquierda algunos o muchos buscan tomar distancia.
Hay algo extraño en la psicología de mucha izquierda, quizás motivada por el trauma de este cúmulo de fracasos: lo exitoso suele ser visto con sospecha. Pasa con Ricardo Lagos y los gobiernos de la Concertación. No pueden ser de izquierda, dicen. El éxito les suena como señal de inconsecuencia, de comportamiento indebido. Lo que prima en ella, ante la escasez de éxitos, es rendir culto a sus desgracias —al martirologio, a sus muertos en combate, a sus perseguidos y desaparecidos (son muchos y merecen la memoria)—; nunca a triunfos que hayan traído prosperidad perdurable a sus pueblos. Es la reivindicación de la injusticia sempiterna, de pobrezas siempre culpa de otros. Es denunciar la malignidad de sus adversarios como razón de sus fracasos.
Entre las experiencias fracasadas estuvo también la UP. Fue una derrota monumental como pocas de la izquierda latinoamericana. Su envergadura quedó luego recogida en sus consecuencias: pérdida de la democracia y de derechos que había costado generaciones de izquierda ir sumando; muertos, torturados, desaparecidos, exiliados y otras violaciones sistemáticas de derechos humanos, prolongada dictadura para todos los chilenos. Sus errores son parte ineludible de su derrota. Es cierto que intervino EE.UU. para desestabilizar el gobierno, estrangularlo financieramente y contribuir a la subversión interna; que sectores golpistas trabajaron arduamente para llegar al golpe de 1973; que muchos hicieron todo por agudizar los problemas económicos que se vivían. Pero la coalición y su dirección política también tienen responsabilidad.
La “renovación socialista” fue una autocrítica profunda de ese período y una incorporación de todo lo aprendido en años de dictadura y exilio. Es el cambio más importante vivido por la izquierda chilena en su larga y rica historia. Hija rebelde de la UP. En sus definiciones, hay aprendizajes de otras fuentes, pero no hay una sola que no tenga alguna experiencia de ella como su revés. A fin de que ninguna de estas conclusiones políticas inspiradoras pase inadvertida, procederé a enumerarlas:
1.- Un dirigente sindical ya muerto, a quien quise mucho, me dijo: “Cuando no sepas qué hacer, cuando todo te parezca negro, pégate a la gente. Puedes separarte de los libros, pero no del sentir popular, si quieres no perderte. Desconfía más de tus ideas que de este”. Las ataduras a las ortodoxias marxistas-leninistas hegemónicas en la UP fueron claves para su derrota política.
2.- La democracia y los derechos humanos no son relativizables, sino que parte integral de nuestra visión. La democracia siempre será imperfecta, pero mi generación debió perderla para concluir que defenderla era un principio de izquierda. Aprendimos a quitarle apellidos que solo la relativizan —burguesa, popular, capitalista, de mierda— para pasar a defender con dientes y uñas aquel poder popular fundador: el voto que iguala a todos en la urna para elegir a sus representantes, sea cual sea su particularidad. ¿Significa eso abolir las diferencias? No, ellas siempre existen, desde las cavernas hasta hoy, pero es la única forma de que los poderosos —los económicamente poderosos, los armados, los pretenciosos de racismos, mesianismos o creencias superiores— tengan un mismo rasero para medirse en la determinación de destinos comunes: la urna y el voto; además reiteradas regularmente para impedir el anquilosamiento del poder político y, por lo mismo, de una sociedad. El menosprecio a la democracia y la falta de respeto a su institucionalidad y leyes estuvieron presentes en todos durante la UP, y son inconcebibles en alguien genuinamente democrático.
3.- Los cambios, mientras más profundos, requieren más amplias fuerzas sociales y políticas comprometidas, y, por ende, deben ser más graduales (en alianza con el centro, los de la Concertación pueden haber sido menos llamativos que los de la UP, pero son más perdurables y sin retrocesos). Es más revolucionario el reformismo gradualista de mayorías amplias que los sueños rupturistas de minorías mesiánicas que terminan siempre en fracasos sangrientos o en interminables dictaduras represivas. La resistencia a alianzas más allá de la izquierda es una ceguera que, en democracia, condena a ser minoría derrotada cualquier política democrática de cambio social.
4.- Rechazo categórico a la violencia y la lucha armada, no por razones tácticas, sino porque en ella siempre ganan los violentos y armados de uno de los bandos, nunca los pueblos. Estos últimos solo construyen para ellos a partir de la única igualdad que de verdad iguala el poder de cada uno: el voto. La violencia es indicador de degradación de una sociedad. No hay izquierda democrática posible sin una lucha tenaz por preservar la paz, la seguridad ciudadana y el orden público, que permite a todos ser libres para hacer su legítima voluntad. Postular el uso de la “violencia revolucionaria” no solo ha traído derrotas sangrientas en toda América Latina. En las muy escasas ocasiones donde tuvo éxito, construye sociedades basadas en la violencia de los armados, enemigos de cualquier democracia.
5.- No hay economía viable en el siglo XXI sin una combinación de mercado y regulaciones que corrijan sus imperfecciones y distorsiones; sin empresas privadas, sin una política fiscal rigurosa que asegure a todos equilibrios macroeconómicos indispensables para que los pueblos no paguen las consecuencias de la irresponsabilidad fiscal de quienes no quieren límites en sus ansias de repartir y repartirse o consideran que la economía es para después del triunfo final. La relativización de esto conduce ineluctablemente a los pueblos a la miseria. Pretender que lo central de la economía agraria, manufacturera, minera, financiera, o de cualquier tipo, es que sea estatal, solo lleva a desastres.
6.- Toda democracia fuerte es de acuerdos, entre los representantes de una “polis” cada vez más diversa y consciente de su diversidad. La defensa de esa diversidad es condición de democracia. El respeto a la diversidad cultural y étnica ha contribuido a enriquecer el mestizaje de Chile, pero, también, el respeto a la diversidad de intereses y vocaciones que alimenta la vida multifacética de nuestra sociedad. Solo una sociedad que se proponga como objetivo intransable la búsqueda permanente de acuerdos es capaz de construir una convivencia real entre seres no solo diversos, sino que siempre cambiantes. El gobierno de las mayorías, propio de democracias, tiene como supuesto intransable el respeto y consideración de las minorías, las que, además, mañana podrían dejar de serlo. La imposición de la voluntad de una parte de la sociedad a la otra conduce inevitablemente a una crisis, a la derrota, o, peor aún, a la creación de regímenes autoritarios.
7.- Integridad en el ejercicio de la función pública y en el diseño de políticas públicas, más aún con un pueblo cada vez más educado, informado y consciente de sus derechos. Celosos de las medidas y leyes que propiciamos para que tengan los efectos buscados y no otros. Vigilantes estrictos de la probidad y sobriedad. La integridad es un principio político, no un asunto de eficiencia administrativa. La ética de un servicio público impecable es parte sustancial de todo programa político, y hoy, más que nunca, una exigencia ciudadana.
Me siento más hijo de esta reflexión, que del pasado UP. No soy nostálgico de esos años, más bien me angustian. Observo el período 70-73 con ojos de investigador o analista crítico, no como defensor de su obra. Siento ser más auténtico ahora que entonces, cuando todos fuimos arrastrados por una vorágine que hacía a cada uno menos dueño de sí mismo, capturado por recetas ideológicas que debían ser severamente seguidas.
Me afligen quienes quedaron encadenados a esa tragedia y no han podido acompañar la evolución de Chile. Sea por la búsqueda interminable de un ser querido desaparecido; sea por sentirlo momento cumbre de su vida; sea porque, viviendo fuera, el último Chile que les quedó en la retina fue el de entonces; sea porque terminó su vida activa en ese tiempo; sea porque sufren una interminable necesidad de justificar y justificarse.
Pero que no se confunda lo anterior con olvido. Mi visión de ahora es inseparable de ese período que dejó en mí conclusiones y dolores indelebles.
Desde esta visión desembarco en mi historia y lo hago con libertad. No hablaré de todo lo vivido. Solo de aquello que ha dejado marcas fundamentales en mi vida”.
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