Agosto 25, 2023

El testimonio de Belisario Velasco (1936-2023) sobre su última conversación con Allende a días del golpe y otros entretelones de ese período

Ex-Ante
Belisario Velasco caminando por La Moneda. Archivo: Fortín Mapocho.

El ex subsecretario y ex ministro del Interior Belisario Velasco, uno de los actores clave de la transición y los gobiernos de la ex Concertación, murió este jueves a los 87 años tras un largo cáncer contra el que luchó. En uno de los capítulos de su libro de memorias “Esta historia es mi historia” cuenta episodios desconocidos y personales de la Unidad Popular y de Allende, así como sobre las diferencias internas en la DC. A continuación, párrafos escogidos de su relato.


“A medida que avanzaban los meses la directiva del PDC, de la cual yo formaba parte, buscaba soluciones y posibles diálogos. Para ello debió enfrentarse no solo con los partidos de la derecha y del Gobierno, sino también con sectores internos que buscaban la dimisión del presidente Allende. Las reuniones de nuestro Consejo Nacional eran largas, llenas de discusiones y polémicas que no arribaban a ninguna solución. Recuerdo que, en una de ellas, Bernardo Leighton reflexionó de esta manera:

—Creo que será muy difícil encontrar una propuesta consensuada para abrir caminos que ayuden a salir de este conflicto, porque dentro de este Consejo hay camaradas aquí presentes, como Juan de Dios Carmona y Juan Hamilton, que mantienen con algunos altos mandos militares las mismas posiciones de la derecha económica: es decir, golpeando la puerta de los cuarteles.

Hamilton saltó de inmediato:

—Presidente, no acepto que Bernardo sugiera que hemos tenido conversaciones con altos mandos de la Fuerzas Armadas —siendo respaldado de inmediato por Carmona.

Ante ello, Leighton replicó:

—Señores consejeros, jamás he “sugerido” tal cosa. Yo, como ustedes son testigos, he afirmado categóricamente que ustedes “mantienen” conversaciones en el sentido que he indicado. Lo reitero responsablemente: simplemente he realizado una afirmación de la cual tengo constancia.

A fines de mayo de 1973, el entonces senador Patricio Aylwin nos ganó la presidencia en una nueva Junta Nacional, con el 55 por ciento de los votos. El eslogan de sus partidarios, referido al gobierno de la Unidad Popular, era: “No les dejaremos pasar ni una y de las palabras pasaremos a los hechos”. El senador Olguín, Felipe Amunátegui, el dirigente sindical Carlos Salas y el diputado Eduardo Cerda como secretario Nacional, pasaron a integrar la nueva mesa. Felipe, un año después, renunció a esta directiva.

En medio de esta crisis, recuerdo que el día 4 o 5 de septiembre la dirigencia del Partido Comunista, presidida por Luis Corvalán, nos pidió una reunión a algunos personeros de la Democracia Cristiana. Bernardo Leighton, Renán Fuentealba y yo nos juntamos con Luis Corvalán, Orlando Millas y, creo recordar, el senador Jorge Montes. Ahí nos dijeron que el golpe militar era un hecho y que en su preparación estaban trabajando intensamente numerosos sectores políticos y, naturalmente las Fuerzas Armadas. Añadieron que esta información se la habían comunicado al presidente Allende, pero al parecer este no lo tomó con la profundidad y seriedad que una situación tan delicada como esa requería.

En una conversación de más de una hora, los comunistas nos pidieron expresamente que le hiciéramos ver al Presidente la gravedad de lo que iba a acontecer. También nos explicaron que recurrían a algunos de nuestros dirigentes —y no a la directiva del PDC— porque sabían que Allende los respetaba, que los consideraba verdaderos demócratas, después de haber estado juntos tantos años en el Parlamento, con una larga vida política común.

Después de la reunión conversamos entre nosotros y me pidieron que yo cumpliera la misión de hablar con Allende. ¿Por qué un militante más joven y sin ninguna figuración especial? Justamente por eso: si se veía a Bernardo o a Renán entrando a la casa de Allende de la calle Tomás Moro o La Moneda, la noticia aparecería en todos los medios de comunicación, ya que se trataba de políticos muy conocidos y de primera línea. En todo caso, yo conocía bastante al presidente Allende.

Hice los contactos pertinentes a través de la jefa de prensa de la presidencia, la periodista Frida Modak, quien después del golpe debió exiliarse en México. Allende me recibió el día 6, a las diez y media de la mañana en su casa de Tomás Moro. Pasé inadvertido, al menos para la prensa, aunque con los antecedentes que ya tenía en ese momento pensaba que no para los uniformados. Cumplí mi cometido con los argumentos presentados por los dirigentes del Partido Comunista, agregando los nuestros. Conocía al Presidente desde hacía varios años; por lo tanto, nuestro diálogo fue fluido.

Fue una conversación larga. Se veía tranquilo. Me contó que él se adelantaría a los hechos: ya le había pedido a su ministro del Interior, Carlos Briones, el borrador de un discurso que pronunciaría el 11 de septiembre, donde llamaría a un plebiscito relativo al proyecto sobre las Tres Áreas de la Economía, que era una de las medidas que más afectaba a la derecha. Me pidió que le dijera a Renán Fuentealba que él estaba consciente del problema y que agradecía el recado. Me dijo que el discurso ya debería estar en su escritorio, pero a veces los abogados se demoraban mucho en desenredar tres o cuatro ideas. También me confió que tenía plena confianza en Fuentealba y Leighton, a los que conocía toda una vida y que sabía eran demócratas de verdad.

Le insistí en la urgencia de tomar medidas, porque los dirigentes comunistas tenían informaciones de diversas fuentes que les hacían dudar de la posibilidad de extender el problema más allá del 18 de septiembre, y que nosotros concordábamos con eso. Me tranquilizó, indicándome que informara a Bernardo y a Renán que si perdía el plebiscito renunciaba, aun cuando tenía la certeza de que lo ganaría.

Al parecer, los altos mandos de las Fuerzas Armadas y algunos dirigentes de la derecha también sabían de la intención de Allende de llamar a un plebiscito, y por ello habrían apurado el golpe para el 11 de septiembre: la salida a este tremendo conflicto para la derecha chilena debía ser a través de un golpe militar y no de la política. Y así ocurrió.

Para muchos, la invitación a un golpe de Estado ocurrió con la quemante y extensa Declaración de la Cámara de Diputados el 22 de agosto, apoyada unánimemente por la Democracia Cristiana. En ella se declaraba la inconstitucionalidad e ilegitimidad del gobierno de Allende. En uno de sus párrafos finales decía que la Cámara deseaba “Representar a S.E. el presidente de la República y a los señores ministros de Estado y miembros de las Fuerzas Armadas y del Cuerpo de Carabineros, el grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República que entrañan los hechos y circunstancias referidos en los considerandos Nºs 5 a 12 precedentes”.

Creo que ese fue un elemento respecto del cual nunca se llegará a una conclusión definitiva. Según lo que en esos días conversé con Leighton, Huepe, Ruiz Esquide y otros, no existió en aquella declaración la intención de provocar ninguna acción armada, aun cuando creían que había cooperado al enrarecer aún más la asfixiante atmósfera de esas semanas.

Con la directiva de Aylwin se había acordado que, una vez aprobada la declaración en la Cámara, el diputado Eduardo Cerda, secretario nacional del partido, debía emitir de inmediato a continuación otro comunicado en la misma sala, limitando y delineando los alcances de dicho acuerdo. Sin embargo, Eduardo Cerda nunca llegó a tal instancia o hubo diputados —según algunos— que se opusieron a que entrara al Congreso y cumpliera con lo convenido.

El grupo de los 13

El día 11 de septiembre de 1973, todos despertamos con la información de que había un golpe militar, una acción respecto de la cual tanto habíamos discutido, anunciado y reflexionado. Muy temprano empezaron a sonar los teléfonos. Cada uno en su hogar buscaba información en las radios. Yo vivía con mis cuatro hijos y decidí que, obviamente, no fueran al colegio ni salieran de la casa.

Llamé a Bernardo (Leighton) pasadas las nueve de la mañana. La persona que me atendió me dijo: “Vente de inmediato, porque estamos tratando de evitar que don Bernardo se vaya a La Moneda a defender al Presidente”. Me fui a su casa en la calle Martín de Zamora y ya estaban ahí unas cuatro o cinco personas; entre ellas, Florencio Ceballos, Jorge Donoso, Andrés Aylwin, Claudio Huepe y José Piñera padre. Paulatinamente fuimos conociendo la difícil situación que se producía en el país, gracias a una radio permanentemente prendida y al teléfono, al cual llamaban de todos lados.

No recuerdo quiénes más llegaron, aparte de Renán Fuentealba, quien junto con Bernardo eran los líderes del ala progresista del partido y que desde el primer momento se oponían vigorosamente al golpe militar. Concordábamos en que debíamos evitar a toda costa un hecho de esta naturaleza. Escuchamos los bandos, las balas, y después los aviones y el bombardeo a La Moneda. Se informó de la implantación del toque de queda. Leighton insistía en ir a La Moneda. Evitamos esa decisión, que habría sumado otra tragedia a lo que estábamos viviendo.

Cuando el día 12 se levantó el toque de queda durante algunas horas, se realizó una reunión en la casa de Ignacio Palma Vicuña, un dirigente de la misma línea de Bernardo y de Renán, senador y férreo demócrata, imbuido de los ideales democratacristianos para quien el golpe constituía una violación inaceptable. Nos congregamos un grupo grande, donde estábamos prácticamente todos los que posteriormente firmamos la Declaración de los 13, más una treintena de dirigentes contrarios a la posición de la Directiva Nacional del PDC. Nosotros, a diferencia de aquella, condenábamos sin ambages el golpe militar. Basándonos en las ideas que habíamos expresado en distintas oportunidades —especialmente por Bernardo Leighton, Renán Fuentealba e Ignacio Palma—, se comenzó la redacción de una declaración pública de nuestra postura.

El 13 de septiembre nos juntamos por primera vez, en distintos momentos, los trece que en definitiva firmamos. El resto no llegó y no quisimos presionar a nadie. Probablemente podríamos, demorándonos algunos días, obtener más firmas, pero nos importaba la oportunidad, sumado al hecho de que el día 12 la directiva de la Democracia Cristiana había dado a conocer una declaración contemporizadora con el golpe de Estado, firmada por el presidente del partido, senador Patricio Aylwin, en representación de la mesa que presidía. Ahí se refería al momento político que vivía el país y decía textualmente:

“Los hechos que vive Chile son consecuencia del desastre económico, el caos institucional, la violencia armada y la crisis moral a que el gobierno depuesto condujo al país, que llevaron al pueblo chileno a la angustia y la desesperación. Los antecedentes demuestran que las Fuerzas Armadas y Carabineros no buscaron el poder. Sus tradiciones institucionales y la historia republicana de nuestra Patria inspiran la confianza de que tan pronto sean cumplidas las tareas que ellas han asumido para evitar los graves peligros de destrucción y totalitarismo que amenazaban a la Nación chilena, devolverán el poder al pueblo soberano para que soberanamente decidan el destino patrio…

Nuestra declaración, en cambio, tenía otro tono y distintos contenidos. La copio íntegra, ya que creo que constituye un importante documento histórico:

‘Hoy, 13 de septiembre de 1973, los abajo firmantes, dejando constancia de que esta es la primera ocasión en que podemos reunirnos para concordar nuestros criterios y explicar nuestra posición política, después de consumado el golpe militar de anteayer, venimos en declarar lo siguiente:

“Condenamos categóricamente el derrocamiento del Presidente Constitucional de Chile, señor Salvador Allende, de cuyo Gobierno —por decisión de la voluntad popular y de nuestro partido— fuimos invariables opositores. Nos inclinamos respetuosos ante el sacrificio que él hizo de su vida en defensa de la autoridad constitucional…’

Pienso que ese texto sirvió de alguna forma para salvar los ideales, los valores democratacristianos. Nos hicimos el firme propósito, nos juramentamos en llevar a cabo nuestros mayores esfuerzos para recuperar la democracia. El partido estuvo a punto de quebrarse. Creo que en esas semanas está el germen de las dos tendencias que en el futuro se consolidarían dentro del partido: los Guatones, que respaldaban la declaración de la directiva, y los Chascones, que rechazaban esa posición y adherían a la nuestra, especialmente los más jóvenes. Con el tiempo se demostró —y el relato de estas memorias así lo demuestra— que más que la existencia de dos líneas o tendencias, en realidad se trataba de dos almas las que convivían al interior de nuestras filas.

El Grupo de los 13 logró la unidad a través del reconocimiento de la directiva de Patricio Aylwin, aunque no de su declaración. Pensábamos que una fractura de la Democracia Cristiana haría más difícil salir de la dictadura. Tomamos contacto con dirigentes regionales, a pesar de las dificultades de comunicación, de la posibilidad de una intervención telefónica y de la natural reticencia de la gente a hablar. Y entonces, muchas personas de las comunas de Santiago, de la Región Metropolitana, del sur y norte del país nos decían que, para salvar la democracia, la unidad del partido era fundamental.

Y entendimos eso, porque de producirse un quiebre, las soluciones estarían cada vez más lejanas. Hicimos esfuerzos, mantuvimos la certeza de que la DC debía ser el partido que se constituyera en el núcleo del accionar político para recuperar la democracia. Lo conversamos incluso con algunos sectores de la izquierda. Mientras Eduardo Frei y el propio Aylwin sostenían que la dictadura no duraría más de tres años, Leigthon auguraba un negro porvenir que duraría mucho tiempo. En el grupo de Los 13 coincidíamos plenamente con su análisis.

El golpe y sus consecuencias

Honesta e hidalgamente, actitud propia de hombres grandes y honestos, Patricio Aylwin reconoció en su libro El reencuentro de los demócratas, en 1998, que la declaración firmada por El Grupo de los 13 refleja lo que auténticamente debió ser la posición de la Democracia Cristiana frente al golpe de Estado de 1973, y no la que hizo pública la directiva que él encabezaba.

“Al leer ahora ambas declaraciones”, escribe, “en conocimiento de lo que ocurrió después, me parece más acertada la segunda. Mientras esta ‘condena’ el golpe y se anticipa a calificar de ‘totalitario’ al régimen militar, la primera ‘lo lamenta’, procura explicarlo y abriga esperanzas acerca de la naturaleza, orientación y duración del gobierno militar”. Y más adelante agrega que “Los hechos demostraron que pecamos de ingenuos quienes creímos la versión oficial de la Junta, de que los militares asumían el poder ‘por el solo lapso en que las circunstancias lo exijan’ para ‘restablecer la normalidad económica y social del país, la paz, tranquilidad y seguridad perdidas’”.

El tiempo nos dio la razón, aunque antes de eso debimos enfrentar la prisión, el exilio, las relegaciones y hasta las torturas y muerte de muchos de nuestros militantes. Debo decir aquí que Aylwin fue un gran presidente: el hombre justo en el lugar preciso y en el momento adecuado. Sus años de gobierno (19901994) lograron consolidar la democracia, iniciar la justicia en el tema de los derechos humanos, plantear una reforma tributaria más equitativa y llevar adelante un desarrollo económico que rescató a un porcentaje importante de chilenos de la pobreza y de la extrema pobreza.

Encuentro con Miguel Enríquez

Hoy día se puede hacer academia respecto de la dictadura, escribir ensayos, hablar con voz pública, clara y serena, porque nada peligroso le ocurrirá a quien pronuncie palabras que condenen aquel periodo terrible. (Y, por cierto, cuántas hemos escuchado en los últimos años). Sin embargo, en esa etapa de la vida nacional la situación era tan difícil que podía decirse que vivíamos al límite, al borde del abismo, como decía Leighton.

Había entonces esencialmente dos posiciones para enfrentar a la dictadura. Una era la de las armas —la famosa política de utilizar los fierros—, pregonada por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), encabezado por su líder Miguel Enríquez, y la nuestra, que postulaba la necesidad de tejer pacientemente una red humana y social que encontrara la solución política a ese estado de cosas. Me reuní clandestinamente con Enríquez en dos oportunidades en 1974 y discutimos largamente el tema. Sostenía que la única salida posible era por la fuerza: de ninguna otra manera se derrotaría a la dictadura. La dialéctica desarrollada por Miguel Enríquez para explicar su posición era bastante larga. Después de una hora de escucharlo me empecé a preocupar, porque sabía que lo buscaban por todo Santiago y, si nos encontraban juntos, jamás iba a convencer a los organismos de seguridad que mi intención era conseguir un acuerdo y así llevar adelante una oposición sin violencia que enfatizara la unidad para retornar a la democracia. En aquel entonces ya se conocían los miguelitos, puntas de acero enroscadas como alambres de púas que cuando eran perseguidos en auto los miristas lanzaban al camino y pinchaban las ruedas del o los vehículos persecutores.

En ese tiempo yo era director gerente de radio Balmaceda y tenía bastante información para argumentar a favor de nuestras tesis, pero frente a Enríquez era imposible. Conocía sus argumentos y traté de convencerlo de que sus datos no eran correctos, de que en ese momento era impensable una rebelión armada conjunta de los estudiantes y los trabajadores. Por lo demás, nosotros nunca apoyaríamos la vía armada.

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