En una fantástica conversación con un gran economista e investigador chileno sobre la importancia del lenguaje y las formas en el dialogo institucional, él nombró al síndrome de la rana hervida ¡Que acertada analogía para lo que nos ocurre hoy en día!
El fenómeno de la violencia fue incorporándose tan lentamente en la idiosincrasia de nuestro país que actualmente, sólo nos sorprendemos si existe una bomba incendiaria o un arma de por medio. La relajación en las formas y el retroceso en la urbanidad, destruyen instituciones, sociedades y hasta generaciones enteras. Un ejemplo fue el primer foco de luz de la nación: el Instituto Nacional.
Primero, los adolescentes del Instituto Nacional comenzaron a tener charlas del FPMR dentro del colegio en el año 2014 y no se sopesó el peligro que eso significaba. Luego, aparecieron los overoles blancos y las molotov en el 2017, lo que no se cortó de raíz.
Finalmente, líderes políticos respaldaron las convocatorias a evasiones masivas en el pago del metro durante el 2019. ¿El resultado? La falta de voluntad para frenar a los violentistas, terminó por sepultar al que fue el mejor establecimiento educacional, gratuito y de calidad del país. La cuna de la movilidad social y de grandes políticos, intelectuales y empresarios de nuestra historia. Ya no queda nada. La rana falleció.
Desde el estallido social las formas de convivencia se han deteriorado en todos los ámbitos de la sociedad. Fue lento, pero permeó en todas las clases sociales, profesionales e instituciones.
En efecto, en octubre recién pasado, escribí en este medio una columna sobre el rol que ha tenido el ministro Marcel y los riesgos que existen al atacarlo destempladamente. La oposición técnica a las reformas es válida y necesaria, sin embargo, otra cosa muy distinta son los ataques personales.
Esta vez, las agresiones cruzaron la plaza de la ciudadanía y se dirigieron al Banco Central de Chile. El cual hace un tiempo, también está sufriendo el síndrome de la rana hervida.
En la comisión de constitución el día 14 de octubre de 2020, el entonces diputado y actual senador, Matías Walker (DC) mostró una inusual falta de cortesía con la institución, así como con su máxima autoridad. En una discusión trascendental para el cumplimiento del objetivo principal del Banco Central -controlar la inflación-, el legislador con total indiferencia le ofrece la palabra al presidente del instituto emisor por “10 minutos”, en circunstancias que debía presentar un profundo análisis económico y financiero con ribetes de riesgo sistémico, ¡10 minutos!
Posteriormente, desde la descortesía pasamos a la grosería. En el año 2021 la diputada Pamela Jiles trató de “alaraco” al presidente del Banco Central. Y esta semana, se incitó a la violencia de forma textual.
El pasado 9 de mayo, en la Comisión de Constitución, el diputado Gaspar Rivas – quien llegó atrasado a la reunión – vociferó como respuesta a la presentación de la presidente Costa: “El Banco Central tiene que arder”. ¿Perdón? En el Congreso de la República, en una instancia formal del poder legislativo, donde se invita a una de las instituciones con los profesionales y técnicos más prestigiosos del país, un representante del poder legislativo llama a destruir el instituto emisor, y lo peor es que nadie reacciona. ¿Por qué? Porque ya todos están inconscientemente acostumbrados a la violencia y la grosería.
Un país incivilizado a estos extremos no puede ofrecer gobernabilidad, lo que conlleva carencia de inversión, baches para el crecimiento sostenible y un retroceso en nuestro largo camino hacia el desarrollo, que es precisamente lo que estamos viviendo hoy en día.
Finalmente, tenga en cuenta que, si al terminar de leer esta columna, usted piensa que estos signos de violencia son una exageración, le comento que usted podría estar sufriendo el síndrome de la rana hervida.
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