Octubre 18, 2023

El 18 de octubre del general Baquedano. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista

Se trataba de destrozar todo lo que podía ser común, lo que podría hacernos comulgar para escenificar ante las cámaras la atomización que ya se vivía en las poblaciones. No se trataba de conseguir representante o representación, sino de representarse, de salir al escenario sin cara y recibir aplausos sin esfuerzos.


Nadie sabía muy bien quién era: Un general en su caballo que reinaba sobre una enorme explanada que unía a dos ciudades que eran la misma. El general en el centro de la Plaza Italia en que confluían dos de las líneas de metro más populosas y arteriales de Santiago. Un general del que solo se sabía que había sido victorioso por lo que se celebraban ahí todas las victorias, primero escasas, luego más habituales, del fútbol y del tenis chileno.

Todas las buenas noticias y también las arengas, las amenazas. Todos los que venían a decir “aquí estamos, somos sin uniforme los soldados de ese general del que solo sabemos el nombre pero nos sobrevuela igual”.

La Plaza Italia se convirtió en el lugar en que los individuos se hacen masas y como masas, viven por un tiempo la ilusión del poder. El lugar en que cosas prohibidas, fuegos artificiales, insultos, rayados, se hacían a la hora de la victoria posibles y hasta bendecibles. Como en la guerra que el general Baquedano ganó justo por eso, porque emborracho de pólvora chicha y vino “los rotos” se tomaron el morro de Arica.

El 18 de octubre fue en parte la culminación de varios meses y años sin victoria que celebrar en la plaza Italia. El equipo chileno empezó a jugar mal por entonces, y no hubo miss o premio nobel, o ninguna noticia más o menos buena para ir a la plaza a bailar. El costo de la vida empezó a ser inabordable y una cantidad infernal de feriados obligaron a gastar lo poco o nada que se tenía. La inmigración complicó aún más todo y el empeño de Piñera de ser un líder mundial a costa del país terminó por colmar la paciencia de todos.

Pero algo más que todo eso pasó ese 18 de octubre. Algo que, ahora, sabemos es parte de una nueva forma de configurar el mundo y su malestar que se llamó chalecos amarillo en Francia, toma del capitolio en Estados Unidos, Puerta del Sol en España y que de una manera distinta, pero confluyente se llama Milei en Argentina. Movimientos que tienen casi todo que ver con la rebeldía de una clase media anónima que siente que, ante la dictadura de los que tienen rostros, es mejor esconderse detrás de un pasamontaña, una máscara, o un simple maquillaje de joker para destruir todo lo que signifique justamente orden anónimo, ciudadanía, urbanismo y urbanidad: semáforos, carreteras, parlamentos, poder judicial. Todo y cualquier cosa que les recuerde su impotencia de obedientes pagadores de impuestos.

Se me ocurrió llamar, en ese tiempo, octubrismo no a las protestas, políticamente diversas e impredecibles, sino a la justificación teórica desde la nueva izquierda del fenómeno. O más bien del intento absurdo de esa nueva izquierda de apoderarse de un movimiento del que era un invitado más. El nombre lo saqué del decembrismo (hago clases de literatura rusa en la UDP), movimiento de rebeldía contra el Zar que no terminó en nada, pero marcó a toda su generación. La verdad es que el octubrismo tiene más que ver con los Nardonik, o populistas rusos, que fueron a buscar en el pueblo una redención y que, rechazado a palos por este pueblo, terminaron en el terrorismo o el nihilismo.

El octubrismo es más cínico que el Nardonikismo. La base de su compromiso es el no compromiso. Su teoría, elaborada como casi todos los absurdos que nos rodean en las universidades norteamericanas, es que un movimiento sin líderes no se puede descabezar. Tampoco se puede desorganizar un movimiento sin orgánica, ni traicionar un movimiento sin lealtad. Es fácil militar en un partido sin carne de militantes, y fácil también dejar de militar como lo han hecho todos o casi todos los votantes de la Lista del Pueblo, ahora republicanos o casi.

Algo parecido sucede con Isis y Hamas, sin cara todo es posible, porque el rostro, decía el filósofo y escritor lituano Emmanuel Levinas, es lo que nos ata a la compasión y comprensión del otro. El octubrismo no tuvo nunca ese límite. El otro nunca importó, ni la compasión, ni comprensión de nada que no fuera la propia primera línea. Ahí todo fue posible menos conseguir el poder que una revolución se supone busca conseguir.

No era el objetivo, se trataba de destrozar todo lo que podía ser común, lo que podría hacernos comulgar para escenificar ante las cámaras la atomización que ya se vivía en las poblaciones. No se trataba de conseguir representantes o representación, sino de representarse, de salir al escenario sin cara y recibir aplausos sin esfuerzos. Se trataba de celebrar una victoria sin partido, ni políticos, ni de fútbol, y vivir la euforia y el fuego sin otra consecuencia que ella misma. Y después de que los pacos te tiraran gases lacrimógenos y le tiraras a los pacos molotov volver a casa para revisar las fotos de tus hazañas en Instagram.

En un acto crepuscular el mismo general Baquedano que lideraba la revuelta fue derrumbado como si se tratara de un Lenin o de un Saddam cualquiera. La estatua no tenía derecho a estar encima de un pueblo que tampoco sabía con qué reemplazarlo. No la reemplazaron de hecho. Piñera, que lo hizo todo mal en esa crisis, pero supo mantenerse en pie, protegió con muros el plinto vacío de la estatua. Esta se convirtió en el símbolo mismo del movimiento, una estatua sin estatua protegida como si lo fuera. El signo vacío en el corazón de una guerra también vacía que no gano nadie y perdimos todos.

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