Cuatro meses después del asesinato del Archiduque Francisco Fernando de Austria, la Primera Guerra Mundial llegó a Chile. En noviembre de 1914 al sur de Concepción, ingleses y alemanes se enfrentaron en la batalla de Coronel que terminó con dos buques de guerra británicos hundidos y con la vida de sus 1.600 tripulantes.
Envalentonados por el triunfo, los alemanes reabastecieron sus cinco barcos en Valparaíso con el objetivo de darle otro golpe al enemigo, esta vez en las Malvinas. Nada hacía presagiar que cinco semanas después se daría vuelta la tortilla y cuatro de los cinco buques de la flota del Kaiser terminarían en el fondo del mar de las islas británicas del Atlántico sur. El único barco que logró escapar, el más veloz, fue el SMS Dresden al mando de su capitán Fritz Lüdecke, que enfiló raudo al sureste a esconderse en los canales del mar chileno.
Los ingleses inmediatamente iniciaron la persecución y sólo le dieron tregua al Dresden los días de Navidad, permitiendo que el barco fondeara al sur de Punta Arenas, en la Bahía Christmas. Sincronías de la vida. Los alemanes celebraron la ocasión comiendo ostras, sopa de tomates, ganso con puré de manzanas y tartas de ciruelas. Fue el penúltimo respiro que tuvieron los germanos hasta que en febrero de 1915 anclaron en la guarida perfecta: el fiordo Quintupeu.
La maravillosa entrada de mar está a unas 50 millas al sur de Puerto Montt y hoy es la parte norte del Parque Pumalín. Cuando baja la marea, al fondo del delgado fiordo aparece una gran playa de arena dorada donde el año 2015 nos tomamos una de whisky con Roberto, Memo y Juan Manuel para recordar el centenario del acontecimiento. Sentados en la arena de Quintupeu fuimos felices, imagino que tanto como los marinos del Dresden que cien años antes en ese mismo lugar respiraban aliviados después de dos batallas navales y miles de millas náuticas en el cuerpo.
El fiordo Quintupeu tiene una entrada tan estrecha que para el ojo inexperto es casi invisible y que permitió al buque alemán esconderse de los ingleses. De sus rocosas costas todavía cuelgan enormes árboles y son muchas las cascadas que duchan al mar con el agua más fresca que se pueda tomar. Casi nada ha cambiado desde ese febrero de 1915 cuando el fiordo le dio alivio a la tripulación del Dresden a la que se sumó la felicidad de la visita de hombres y mujeres de la colonia alemana de Puerto Montt y Calbuco, que llegaron a su encuentro cargados de comida guiados por el armador Carlos Oelckers.
Hubo una gran fiesta en la cubierta del Dresden. La banda tocó sin parar y después de semanas de privaciones los marinos disfrutaron de ollas de longanizas y salchichas, cerveza y kuchenes que les cocinaron las orgullosas chilenas descendientes de alemanes.
Con los estanques repletos de agua fresca y las despensas llenas de provisiones chilenas se preparó el zarpe. La tripulación completa, que incluía al menos a un chancho chileno, zarpó con rumbo noroeste donde encontraron su inesperado final del viaje.
Ya en medio del Pacífico, el buque alemán volvía a sufrir la escasez de carbón que amenazaba con apagar sus calderas y dejarlos a la deriva. Sin alternativa y creyendo haber burlado a los barcos ingleses que los perseguían, el Dresden fondeó en Bahía Cumberland en la isla Juan Fernández, donde no encontró carbón pero sí cordero y langostas. Los británicos agotados y alimentados casi sólo con té y galletas marineras podridas, pero repletos de sangre en el ojo, lograron descubrir la ubicación de su enemigo y lo acorralaron en la pequeña bahía.
Sin posibilidad alguna de luchar, el capitán Lüdecke ordenó a sus hombres abandonar la nave. En un acto de valentía el marino hundió su barco y mientras el Dresden hacía agua por todas partes y los marinos nadaban a la costa, caía al mar un chancho que nadó hasta hasta el buque inglés Glasgow donde fue rescatado y cuidado como mascota. El porcino fue nombrado Tirpitz en “honor” al almirante alemán del mismo nombre, se salvó del mar y del hambre de los británicos, y su cabeza terminó expuesta en el Imperial War Museum de Londres. Aunque chancho, tal vez fue el único chileno que realmente participó en carne propia de la primera guerra. Deberíamos hacerle un monumento.
Mi amigo Juan Manuel Vial murió hace justo dos años y su ausencia todavía rompe el corazón. Como Lüdecke, Juan Manuel tuvo el coraje para mirar a su destino de frente. Hoy te recuerdo en la playa de Quintupeu en el mismo lugar donde tomaron el sol los del Dresden, botella en mano y risotada eterna. Te fuiste nadando a otro buque y a nosotros no nos quedó más que nadar a la orilla. Emprendiste el viaje como Tirpitz y como a él también te guardaremos en el museo, el de nuestros mejores recuerdos. Algo es algo.
A Juan Manuel lo conocí de verdad tras caminar decenas de cuadras un día que no hubo forma de sacarle de la cabeza su idea de comer erizos al cajón. Usted pensará para qué caminar tanto si sólo se necesita pan, erizos y aceite. Bueno, eso es cierto en Santiago o en Puerto Montt pero no en Nueva York. El hombre era capaz de buscar ríos que no salen en los mapas y como le gustaban las lenguas suaves y suculentas, al poco andar me quedó claro que no se daría por vencido. El resultado fue pésimo pero él no pensó lo mismo y tampoco importó porque los hicimos juntos y nos comimos todo.
La receta, además de trabajosa, es una patada a la guata porque los cajones de pan frito nunca son muy pequeños, la fritanga es intensa y el sabor no aporta mucho a la perfección de los erizos. Son mucho mejores con salsa verde sobre una tostada con mantequilla y aunque así los hemos comido cientos de veces (y los comeremos muchas más), valen la pena esta opción que se pueden comer de aperitivo, entrada o plato principal. Todo depende de la cantidad.
Ingredientes:
4 huevos duros
1/2 taza mayonesa casera
2 cucharadas de miso (pasta)
150 grs. de erizos
Pan excelente
Perejil picado
Sal y pimienta
En una olla pequeña cueza los 4 huevos por 12-14 min. Retire los huevos y póngalos en agua con hielo por 5 min. luego pélelos y píquelos.
En un bolo junte los huevos duros, la mayonesa, el miso y una pizca de sal y muela con un tenedor hasta que quede una pasta. Haga una tostada con el mejor pan, póngale la pasta de huevo y sobre ella todas las lenguas de erizo que se pueda. Agregue un poco de sal, pimienta y el perejil picado y sirva de inmediato. ¡A gozar!
Para seguir leyendo columnas gastronómicas, clic aquí.
Algo es algo: póngalo donde “haiga”. Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz).https://t.co/w56LdYnTgX
— Ex-Ante (@exantecl) July 28, 2023
La primera intervención del gobierno no solo fue ciega a lo sucedido en la Cámara sino que estuvo caracterizada por una serie de errores técnicos que una reforma como esta no se puede permitir. Si en la Cámara se tramitó completamente sin ningún dato que sustentara la propuesta, en el Senado no se puede permitir […]
El Presidente ha enmudecido. Ni siquiera el formal pésame dirigido a su esposa e hijo de 6 años se ha escuchado. Si no se llega a la verdad, los autores del crimen se sentirán seguros y envalentonados para seguir operando en Chile, quizás ya no contra disidentes venezolanos sino contra periodistas, jueces, fiscales y políticos […]
Fue el diputado Gonzalo Winter quien planteó que el Gobierno de Gabriel Boric carece de una vocación de transformación cultural, sometiéndose a la lógica de los acuerdos. Poniendo nada más ni nada menos que a Javier Milei como referente de un modo de acción política que maximiza idearios. ¿Sorprenden las declaraciones de Winter? No. ¿Sorprende […]
Winter acierta en el diagnóstico, pero no en las causas ni en la responsabilidad que la retórica, de la que tanto abusan, juega en esta situación. Son ellos mismos, más que los medios de comunicación o los gremios, como sugiere el diputado, los responsables de su propio fracaso.
Se ha creado el vergonzoso precedente de que, en territorio chileno, todo es posible. Ello levanta una inmensa interrogante sobre la real capacidad del Estado para defender la soberanía nacional, garantizar la seguridad pública e imponer el respeto a la ley. Son demasiados los signos de vulnerabilidad de Chile.