El paso del tiempo ha demostrado que el estallido social de 2019 no fue tanto un movimiento de izquierda como una ruptura político-social sin color ideológico claro.
Aquellos que creían que la “revuelta” había marcado el triunfo de un proyecto estructuralmente izquierdista, en el que el “pueblo” se habría enfrentado a una “oligarquía” de derecha, han visto naufragar sus argumentos. En efecto, por mucho que las izquierdas -desde el PC al FA, pasando por la CUT y el Colegio de Profesores- hayan tratado de apropiarse de las múltiples causas detrás del malestar, lo cierto es que a estas alturas es muy difícil definir al electorado chileno a partir del eje izquierda/derecha.
No es que la sociedad chilena haya entrado en una etapa de desideologización; más bien, me parece que estamos ante un fenómeno “transideológico”, es decir, una forma de entender la política basada en la defensa de identidades o causas específicas, las que algunas veces pueden ser empujadas por partidos o movimientos que usualmente consideramos de izquierda, pero otras tantas por sectores clásicamente de derecha. El electorado, en consecuencia, “transita” de un espectro a otro por motivos que más tienen que ver con sus intereses inmediatos que con un plan de acción previamente concebido, tal como solía ocurrir durante buena parte del siglo XX.
Las elecciones de los últimos cuatro años explican el punto: comenzando con el triunfo holgado de Piñera II, siguiendo con el masivo voto a favor del “Apruebo” en el plebiscito de entrada, continuando con la conformación de una Convención en extremo atomizada y terminando con las elecciones parlamentarias y presidenciales recientes (las que, sumadas, proyectaron un empate virtual), tenemos una serie de disputas electorales cuyos resultados han sido muy difíciles de predecir. El descrédito de los partidos explica en parte este fenómeno, aunque creo que la interpretación “transideológica” arroja más pistas.
Tomemos el caso del plebiscito de octubre de 2020: Allí se dieron cita un sinnúmero de razones para apoyar el cambio constitucional, algunas de las cuales tenían que ver con cuestiones simbólicas, otras con carencias materiales y otras, en fin, con una sensación de hastío generalizado en contra de “la elite”. Aun cuando en todas ellas pueden encontrarse elementos en común (por ejemplo, una crítica cada vez más evidente hacia el funcionamiento de la democracia representativa), lo que ha primado en el electorado chileno ha sido la multicausalidad, no el ideologismo rígido. De otra forma no se explica el trasvasije de votos en la segunda vuelta entre Franco Parisi y Gabriel Boric, como tampoco el descrédito de los actores tradicionales de la política local.
A pocos meses del plebiscito de salida, pareciéramos estar acercándonos a un desenlace similar: Si bien cerca de un 80% del electorado votó por el cambio constitucional, ello no quiere decir que el resultado se vaya a repetir en el referéndum de septiembre. Todo lo cual significa que el acercamiento “transideológico” no es necesariamente sinónimo de desinterés ni de independencia apolítica. Muy por el contrario, la ciudadanía es cada vez más consciente del trabajo de la Convención y de que muchos de los artículos ya aprobados por el Pleno atacan directamente a distintos tipos de personas y comunidades.
Porque una cosa es innegable: al igual como existieron muchas razones para votar “Apruebo” en 2020, también existen ahora muchos argumentos para decir que “No”. Un “No” dirigido al tipo de Constitución partisano que ha emergido de la Convención, más que al objetivo mismo de contar con una nueva Ley Fundamental. Es indudable que, en caso de que el proceso constituyente deba continuar su curso después de septiembre, los partidos y otros canales de mediación ideológica serán clave a la hora de encauzar la institucionalidad. Sin embargo, tanto o más relevante será contar con el favor de esos millones de personas que alguna vez vieron con esperanza la posibilidad de contar con una Constitución construida en democracia, pero que no se identifican necesariamente ni con la izquierda ni con la derecha. El ideologismo imperante parece haberse convertido en el peor enemigo de la sociedad “transideológica”.
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