El asesinato del exmilitar venezolano Ronald Ojeda ha horrorizado a todo el país. La TV y las redes han mostrado repetidamente cómo fue sacado semidesnudo de su departamento por falsos policías, ante la angustia de su esposa y su hijo de 6 años. Las pericias efectuadas por la fiscalía indican que fue asesinado en las horas siguientes al secuestro y enterrado en la zona de Maipú en que fue encontrado su cadáver.
Había sido preso político en Venezuela y vivía en Chile desde 2017. Era un activo opositor de la dictadura de su país, y en enero de este año había sido degradado y expulsado de las filas militares junto a otras 32 personas a las que el ministro de Defensa, Vladimir Padrino, acusó de traición a la patria.
Ya sea que hayan actuado directamente agentes de la contrainteligencia venezolana en el crimen de Ojeda, ya sea que hayan actuado delincuentes subcontratados, que hoy parece lo más probable, hemos sido testigos de una operación que desplegó amplios recursos y aplicó metodología militar. No hace falta explicar cuál era el objetivo: eliminar a un hombre al que el régimen de Maduro consideraba un traidor. Se consumó así un crimen político, sin duda, pero no faltarán los que intenten hacernos creer que se trató solo de un caso delictual, y que no se justifica enturbiar las relaciones diplomáticas con Venezuela.
Se ha creado el vergonzoso precedente de que, en territorio chileno, todo es posible. Ello levanta una inmensa interrogante sobre la real capacidad del Estado para defender la soberanía nacional, garantizar la seguridad pública e imponer el respeto a la ley. Son demasiados los signos de vulnerabilidad de Chile. Y si no reacciona pronto con todas las fuerzas que posee, se deslizará, ahora sí, por la pendiente de la decadencia sin remedio. Para evitarlo, los poderes del Estado deben justificar su razón de ser, y quienes están a la cabeza de ellos deben sentir todo el peso de la responsabilidad que desempeñan. Tienen la tarea de velar, con coraje, por las bases de la República.
¿En qué pie quedará el famoso acuerdo de “colaboración policial” suscrito por Manuel Monsalve con funcionarios venezolanos? Y, sobre todo, ¿en qué pie quedarán las relaciones diplomáticas con el régimen de Maduro, crudamente caracterizado por un conocedor de Venezuela como Pedro Felipe Ramírez, que se desempeñó como embajador de Chile en ese país durante el segundo gobierno de la presidenta Bachelet? ¿Qué impresión se habrá formado Jaime Gazmuri, el actual embajador en Caracas, de todo lo ocurrido? ¿Es que aquí no ha pasado nada?
En el contexto del secuestro y asesinato del joven venezolano, el PC actuó de un modo que obliga a preguntar cuáles son sus verdaderas lealtades. Tuvo la opción de apoyar decididamente la investigación sobre el secuestro, sin que importara quiénes eran los autores. Pero, no lo hizo. Pudo condenar el hecho de que se produjera en democracia el primer caso de un detenido-desaparecido. Y tampoco lo hizo. Pudo demostrar independencia y haber dado el acuerdo para que se realizara una sesión especial de la Cámara sobre el secuestro. Y se negó a ello.
Eligió, en cambio, el camino de mostrar preocupación por las críticas al régimen de Maduro, por las “especulaciones terribles”, como dijo Juan Andrés Lagos. ¿Qué clase de compromisos, qué deudas, han llevado a sus dirigentes a actuar como lo han hecho?
Lo más sorprendente fue que Gabriel Boric, sin decir palabra sobre la muerte de Ojeda, haya salido impetuosamente el sábado 2 de marzo a enfrentar a los contradictores del PC por lo que llamó su “anticomunismo visceral”, como si se tratara de un partido que no puede ser criticado por las posiciones que asume. Es muy extraño. Todos los partidos participan en los debates, muy duros a veces, sobre diversos tópicos, y a ninguno se le ocurre decir que las críticas que recibe son una forma de persecución. El PC es parte del gobierno y está sujeto, como cualquier otro partido, al juicio público. Sería mejor que Boric no lo trate como minusválido.
El asesinato de Ojeda ha mostrado dramáticamente la dimensión de las amenazas que enfrenta nuestra democracia. Se ha hecho evidente que la dictadura venezolana tiene “fuerza propia” dentro de Chile, lo que constituye un hecho gravísimo, que plantea exigencias insoslayables a las FF.AA. y las instituciones policiales. Si el gobierno no defiende consecuentemente la soberanía nacional, si no sostiene con firmeza el Estado de Derecho, si vacila respecto de la defensa de las libertades, pagará un alto costo. Y cada día tiene menos capital para hacerlo.
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