Enero 25, 2024

Anatomía de una crisis evitable. Por Pablo Correa

Economista y académico de la Escuela de Negocios de la UAI

Lo que ha sucedido desde el año 2011 a la fecha, es un reflejo de los problemas de nuestro sistema político, de la debilidad institucional del Estado y de la miopía de los actores privados y gremiales.


Hace unas semanas, el Ministerio de Salud dio a conocer que durante 2022 más de 44.000 personas fallecieron en las nefastamente famosas “listas de espera” del sistema público de salud. Esto es más que todos los decesos producto de la pandemia durante 2020-22. Los días siguientes se escribieron columnas, cartas en los diarios y se revivieron informes y el diagnóstico por todos conocidos -la pésima gestión de las redes asistenciales públicas- pero más allá de eso, no pasó absolutamente nada.

Hemos caído en una indolencia colectiva de tal nivel, comparable a que, en febrero de 2020, frente al conocimiento de la aparición del coronavirus SARS-2, la noticia se hubiera olvidado un par de semanas después para seguir igual que antes. Algo que parece absurdo, ¿Qué tipo de país y autoridades pondrían en riesgo sanitario a su población pudiendo hacer algo al respecto? Y si no lo hicieran, ¿de qué magnitud serían los costos políticos y sociales de tener gobernantes así de indolentes? Parece una situación imposible.

Sin embargo, estamos frente a una situación que, sin tener la novedad de una pandemia, puede de facto tener consecuencias similares o mayores a ésta, y nuestras autoridades se niegan a actuar en consecuencia, como es la crisis del sector de la salud. Todo el sistema requiere de un total rediseño, tanto en la provisión de servicios como en su financiamiento o aseguramiento y es imprescindible mantener esta visión sistémica. Pero en lo inmediato hay que evitar una solución desordenada al problema auto generado por la Corte Suprema en la industria de las Isapres.

De alguna manera, lo que ha sucedido desde el año 2011 a la fecha, es un reflejo de los problemas de nuestro sistema político, de la debilidad institucional del Estado y de la miopía de los actores privados y gremiales.

Hace más de 12 años, el Tribunal Constitucional mandató a los poderes Ejecutivo y Legislativo a que se modificara la ley que rige a las Isapres, al considerar que la llamada “tabla de factores” (de ajuste por riesgo) era discriminatoria. Podría haberse legislado al respecto, pero durante 4 gobiernos, de distintos signos políticos, no pasó nada. No hubo “agenda”, “disposición a llegar acuerdos”, o cómo quieran llamarlo, pero simplemente no pasó nada.

O casi nada: porque el mercado como siempre, actuó, esta vez de manera perversa. Se generó una industria de abogados, que se dedicaron a bombardear de recursos de protección a las cortes frente a cada alza de precio que los usuarios enfrentaban por un cambio en su tramo etáreo en la tabla de factores. Era un negocio fácil, sin riesgo y lucrativo. ¿Quién no recibió un mail de un tinterillo que ofrecía evitar el alza del seguro? Las cortes no daban abasto y se optó por una solución administrativa. La Superintendencia de Salud (SIS), en 2019– en acuerdo con algo que la industria incentivaba para dar solución al tema- dicta una circular para que desde abril de 2020 en adelante se usara una nueva tabla, sin discriminación de género y con menos tramos. Desde esa fecha…para el flujo de nuevos planes…no para el stock. Así de claro.

Pero siguieron llegando casos a las cortes hasta que en noviembre de 2022 la Tercera Sala de la Corte Suprema, comandada por el tristemente estridente Juez Muñoz, decidió legislar. No fallar. Legislar. ¿El Poder Judicial legislando? Así es. De un grupo de aproximadamente 40.000 casos particulares, la 3ª sala dictó un falló en general, aplicable a todos los usuarios del sistema, hubieran o no presentado un recurso, elemento que es totalmente alejado de todo principio institucional. Además, contenía una serie de errores técnicos de tal magnitud, que es difícil de calificar. El más relevante es que interpretó que la tabla dictada por la SIS para el flujo se debía aplicar para el stock, pero solamente a quienes la tabla antigua beneficiaba, rompiendo con ello el principio básico de toda industria de seguros: la mutualización del riesgo. Con ello nace la supuesta “deuda” que las Isapres deben pagar.

La historia sigue con la aplicación del fallo que quedó en manos del ejecutivo. Determinar el monto de la “deuda” era el primer paso. En forma irresponsable, el superintendente Torres afirmó que era un monto de US$1.400 millones, pese a que la interpretación del dictamen y la forma de llevarlo a cabo no era única. Pero -por supuesto- la tentación de crear un “mini” retiro, esta vez de las Isapres, era muy grande para desaprovecharla. El legislativo, por su parte, pidió ayuda a un comité de expertos, que, en conjunto con representantes del gobierno, propuso un mecanismo que abría el espacio para la mutualización y continuar con una reforma más profunda al sistema.

Pero las indicaciones que el gobierno introdujo a la “ley corta” desestimaron prácticamente todos los consejos técnicos y llevaron la “deuda” a cerca de US$1.100 millones. Ahora, una suerte de ley Frankenstein debe ser votada en el Senado: bajan los precios base para algunos, suben para otros, bajan primero, suben después, de un problema de unos pocos, se generó una crisis sistémica que tiene en vilo el futuro de 3 millones de usuarios, prestadores clínicos, proveedores, etc.

Puede ser que en la última milla se llegue a algún tipo de solución. Pero va a ser una mala solución, pudiéndose haber corregido el problema con tiempo, de mejor manera y con un equilibrio estable. Pero para ello se requería de algo que parece que hace tiempo se perdió: mantener la vista en el objetivo final, en el usuario, el ciudadano, y no en los votos o ganancias políticas de corto plazo.

Esta misma historia, lamentablemente, se repite en pensiones, educación, vivienda, migración, etc. Lo que la hace diferente es que, en caso de fallar, los costos serán en vidas humanas. Y no es un cliché. Si no preguntémosles a las familias de esos 44.000 chilenos que fallecieron esperando que el Estado hiciera su trabajo.

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