Podemos encontrar un sin número de razones para la existencia de la regulación financiera.
Entre ellas, esta la de disminuir las imperfecciones del mercado con el fin de hacerlos más eficientes y transparentes. Proteger y entregar certezas al inversionista, así como al usuario de productos financieros. En síntesis, promover y proteger la fe pública en el sistema financiero.
Sin embargo, en algunas ocasiones, el exceso de creatividad regulatoria termina generando incentivos perversos y resultados paradójicos. Un ejemplo de esto es la Ley 21.234 (Ley de Fraudes) de 2020.
La solución planteada por los legisladores, creaba profundos incentivos perversos que fueron alertados en su momento por la CMF, el BCCh y la Asociación de Bancos e Instituciones Financieras (ABIF).
¿El resultado? Más de 450.000 transacciones desconocidas por semestre alcanzando los 350 millones de dólares en doce meses. De ellos, José Manuel Mena, presidente de la ABIF aseguró que el 95% corresponden a autofraudes (Lamentablemente desconozco si existe algún estudio que certifique dicha aseveración), es decir, la regulación incentivó la creación de la industria del auto desfalco.
Pero ¿Quién paga por esto? ¿El Banco? ¡No, por supuesto que no! Esto, lo pagamos usted y yo. Las mermas que afectan al sistema financiero lógicamente son un aumento en los costos de las instituciones, por tanto, se traspasan vía precio al usuario final. En otras palabras, son transferidas mediante tasas o comisiones a todos los que usamos productos financieros como por ejemplo tarjetas o créditos.
Finalmente, y avalado por ley, los justos pagamos por los pecadores.
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