El domingo, con el categórico triunfo del “En Contra”, se cerraron cuatro años de discusión constitucional. En el camino quedaron dos propuestas rechazadas categóricamente por la ciudadanía. La primera, pretendía una refundación maximalista e identitaria, socavando nuestros pilares democráticos. La segunda, mucho más respetuosa de nuestra tradición constitucional y enmarcada dentro de 12 bases democráticas, contenía una serie de elementos ajenos a un texto constitucional y que muchos sectores sintieron como una amenaza.
Ninguna de las propuestas constitucionales fue escrita con vocación de mayoría y, por esto, ninguna logró representar aquello que nos une como chilenos, ni ser un techo común para desplegar nuestros proyectos vitales enmarcados en reglas y creencias compartidas −lo que Rawls llama la “razón pública”−. Los chilenos tomaron nota de esto y con sus votos enviaron una señal fuerte y clara: la necesidad imperiosa de lograr acuerdos para resolver los problemas más urgentes en seguridad, pensiones, salud o educación. Nada de esto será posible si no concordamos urgente una agenda potente de crecimiento que permita financiar sosteniblemente estas urgencias sociales.
Mal le irá al gobierno si interpreta el triunfo del “En Contra” como una reivindicación de su programa. El primer intento fallido de sus dos reformas emblemáticas, la tributaria y previsional, dan cuenta de que los big bang en políticas públicas no funcionan. Después de estos cuatro años de discusión constitucional la lección es clara: los chilenos no quieren refundar todo y la única manera de avanzar es con pragmatismo, con cambios graduales y construyendo sobre lo que ya funciona. Por el contrario, si seguimos alimentando la política de trincheras, desde los extremos, no nos sorprendamos después si el país sigue empantanado en el barro de los populismos, post verdades y la polarización.
Para avanzar en el pacto fiscal, si de verdad queremos salir del magro crecimiento de 2% al que parecemos condenados, bajemos con fuerza hoy el impuesto corporativo para converger al promedio OCDE de 23%. Junto con esto, se necesita un mayor esfuerzo en la reasignación del gasto público, atacar con fuerza la evasión (que no es lo mismo que elusión) y sacarnos el lastre de las múltiples trabas regulatorias y excesivos tiempos de tramitación de proyectos de inversión. Solo después de lograr esto, deberíamos fijar una hoja de ruta para subir la carga tributaria, lo que necesariamente pasa por una medida tan necesaria como impopular: aumentar la base y tasas efectivas del impuesto a la renta de las personas, contingente al crecimiento (Horizontal, 2023).
También es necesario y urgente avanzar en pensiones, pero no a punta de refundar el sistema como obtusamente ha sostenido la ministra a cargo. Efectivamente el mercado de administradoras (que lo ha hecho bien desde un punto de vista financiero), no goza de legitimidad como actor de un sistema de protección social. Soluciones para esto deberían pasar por cambiar las reglas del juego para que puedan entrar nuevos actores, incluida una administradora estatal que compita en igualdad de condiciones. Para destrabar el destino del 6% de cotización adicional, un esquema donde la mayor parte de esta se destine a cuentas individuales y el restante a seguros que mutualice el riesgo de los grupos más desventajados (solidaridad intra-generacional), puede ser la llave para avanzar. Así, cualquier forma de reparto debería quedar anclada a la PGU.
Por último, ninguna de estas reformas nos sacará del estancamiento económico de la última década si no hacemos frente al notable deterioro de nuestro sistema político. No podemos pasar por alto el daño que le está haciendo al país la actual fragmentación política (21 partidos en el Congreso y 12 más en formación). Por lo tanto, por muy improbable que sea, el Congreso debe impulsar una reforma al sistema político. Como un primer paso, se podría imponer el umbral mínimo de 5% a los partidos políticos en las próximas elecciones parlamentarias (2025) y construir desde ahí, una reforma más estructural.
A diferencia de lo que muchos plantean, los últimos cuatro años no han sido en vano. Primero, se dejó atrás el octubrismo que tanto daño le hizo a Chile (no es poco). Segundo, del hastío constitucional se desprenden dos grandes lecciones: un rechazo transversal a los proyectos refundacionales y de minoría y un llamado a la clase política a hacerse cargo de los problemas de fondo. Así, se renueva la oportunidad para que las ideas del liberalismo democrático empujen y lideren una agenda de cambios que permita a Chile volver a la senda del progreso. Para esto, a diferencia del pasado, necesitará mostrar sin miedos su contenido ético y apelar a las emociones en un lenguaje que no sea técnico o racional.
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