La tormenta eléctrica del jueves me dejó contrariado odiando el eterno invierno pero fascinado por los potentes truenos y rayos que son tan escasos en Santiago. La lluvia siguió al ruido y cayó probablemente acompañada de perlaclor plus porque el aire quedó limpio y la luz diáfana, tanto que por algún momento me hizo pensar que nos habíamos mudado con calles y todo al sur de Chile.
Algo desorientado por el show del clima terminé donde van los sin rumbo: al refrigerador. Parado inmóvil y taciturno, con una mano sujetando la puerta, la mente en blanco y con el estómago ni lleno ni vacío miré a los panqueques, al salame y a la última jalea sin argumentos para decidir si comer o no, o si comer un poco, o cucharear sin piedad la leche asada. Y uno le mete en desorden no más, porque por más que tenga clara todas las teorías sobre qué y cómo comer uno no tiene por qué estar de acuerdo con lo que piensa, como nos iluminó con agudeza C.H. Caszely.
Mientras le metía el dedo al pote de manjar prendí la televisión y el mundo cambió en un instante. El día se volvió todavía más curioso porque vi al equipo chileno de mujeres velocistas dar la vuelta como el rayo a la pista entera del Nacional y sacar medalla de plata en la posta panamericana. Ahí, en el mismo estadio en que se venden los lánguidos y a veces tramposos jamón y palta, cuatro deportistas se lucieron elegantes en una colaboración perfecta.
El atletismo y la cocina son una mezcla de velocidad y paciencia. Ellas, las atletas, entrenan pacientes y esforzadas para terminar veloces y coordinadas. Al revés, los cocineros hábiles preparan sus recetas con agilidad y luego se sientan a esperar con paciencia y temple, sin mirar con ansias a la puerta del horno como miran los inexpertos al agua para que hierva más rápido.
Para que todo resulte bien no se puede correr ni cocinar choreado ni en contra de esto o lo otro, sino que concentrado en el resultado ignorando a los hocicones pasajeros que no entienden que hay días buenos y malos y que el progreso no se logra de mala gana ni culpando a los demás (o a la prensa). La práctica lleva a la perfección y no habrá atleta ni cocinero que esté en desacuerdo.
El cocinero es el bencinero del deportista que necesita de energía de la buena para poder lograr su objetivo porque ya no se ganan las carreras comiendo cualquier cosa ni cuchareando directo del refrigerador sino que con buenos carbohidratos.
Cuando las pistas eran de ceniza, los velocistas se comían un lomo a punto antes de los cien metros planos porque los científicos aseguraban que la energía venía de las proteínas. Tan seguros estaban que en los Juegos Olímpicos de 1904 en St. Louis, Thomas Hicks ganó la medalla de oro en la maratón a pesar de las “ayudas” que recibió en el camino. El pobre hombre corrió a pleno sol hasta que en el kilómetro 30 pidió agua pero recibió una esponja húmeda para chupar y una clara de huevo. Unos kilómetros después, al borde del colapso, recibió dos huevos, un sorbo de coñac y una pequeña dosis de estricnina (erróneamente considerada un estimulante y hoy utilizada como veneno). Durante los últimos 2 kilómetros que incluyeron dos cerros, le dieron dos huevos más y dos tragos más de coñac, supongo que uno por cada cerro. Al llegar a la meta Hicks colapsó y no pudo levantarse para recibir su medalla.
A diferencia del maratonista de principios del siglo XX, nuestras atletas estaban perfectamente alimentadas. La emocionante carrera de las chilenas nos regaló emoción y orgullo y en mi caso algo de hambre. No me quedó otra que echarle agua a la olla e imaginar el cerro de pasta al dente que se deben haber tragado nuestras deportistas profesionales que llenas de energía de la buena nos alegraron el día y de paso nos hicieron recordar que sin colaboración ni tallarines no hay éxito que sea posible. Algo es algo
Esta pasta siciliana lo dejará listo para ganar cualquier competencia deportiva. La original es con ricotta salata que es muy difícil de conseguir por acá, pero el pecorino es muy buen sustituto.
Ingredientes:
700 grs. de berenjena
Aceite de oliva según sea necesario (al menos ½ taza)
Sal y pimienta
2 dientes de ajo picado
1 cucharadita de peperoncino o 1/2 ají cacho de cabra picado
800 grs. de tomates picados (los enlatados están bien; aproximadamente 1 lata)
1 cucharadita de orégano seco o 1 cucharada fresca
500 grs. de pasta larga
½ taza de albahaca picada
½ taza de queso pecorino rallado
Corte la berenjena en rodajas de aproximadamente 1 cm. de grosor. Dórelas en abundante aceite de oliva, sin amontonar, póngales sal y añada más aceite según sea necesario. Lo más probable es que las berenjenas no quepan en un sartén de una vez así que tendrá que cocinar por tandas; tómese su tiempo y cocine hasta que la berenjena esté bien dorada.
Reserve las berenjenas pero no las escurra sobre toallas de papel.
Mientras tanto, ponga a hervir agua en una olla grande. Agregue un puñado de sal.
Al terminar de saltear las berenjenas, lo ideal es que a la sartén le queden un par de cucharadas de aceite. Si queda más o menos, escurrir un poco o añadir un poco. Ponga el fuego medio, agregue el ajo y el peperoncino y cocine hasta que el ajo tome un poco de color. Agregue los tomates y el orégano, junto con un poco de sal y pimienta; cocine hasta que esté con la textura de una salsa y nunca muy seco, revolviendo ocasionalmente.
Cocine la pasta hasta que esté al dente.
Por mientras corte la berenjena en tiras y recaliéntela un minuto en la salsa de tomate. Luego cuele la pasta y mézclela con la salsa de tomate y berenjena. Pruebe y ajuste la sazón, luego cubra con la albahaca y el queso rallado y sirva de inmediato. ¡A gozar!
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Algo es algo: las mejores compañeras. Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz).https://t.co/E3RAos7VI1
— Ex-Ante (@exantecl) October 28, 2023
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