Hace unos días vi a mi hija correr tras unas burbujas gigantes de jabón. Éramos varios los viejos hipnotizados por el reflejo del sol en las pompas perfectamente redondas que formaban diminutos arcoiris como los de la bencina en el agua, hasta que explotaban contra las hojas de un abedul. Imposible no mirar la fragilidad del jabón volando frente a nosotros. ¿Quién no quisiera llenarse de aire y levitar, sentirse liviano como las claras batidas a punto de nieve?
Quizá de tanto querer elevarnos los humanos hemos creado no sólo máquinas voladoras sino cientos de recetas repletas de aire que nos llenan y dan placer a pesar de su liviandad.
Probablemente todo partió a más tardar el año 1783 en Francia. Los hermanos Joseph-Michel y Jacques-Étienne Montgolfier habrían comido el suflé preparado por el cocinero Vincent La Chapelle o en un restaurant cerca del Palais Royal, en el centro de París. Sea como sea que haya sido, los parientes quedaron tan sorprendidos por el inflado plato que partieron raudos a su laboratorio con una sola cosa en mente: volar.
Inspirados por la mezcla de salsa bechamel, de yemas y claras batidas y sobretodo del aire caliente al interior del suflé, decidieron construir un gran globo de papel y calentar su interior con una potente llama. En diciembre de ese mismo año subieron a dos valientes y el globo se elevó unos mil metros sobre Versalles; tras volar un par de kilómetros, la nave aterrizó con los pilotos sanos y salvos e inflados como pecho de pavo.
A diferencia de muchas situaciones de la vida, meterle aire a lo que cocinamos es muy apreciado. Porque la inflación y los inflados suelen decepcionar pero la comida con burbujas nos deleita sin excepciones. Se puede afirmar que sin aire no hay pan bueno ni queque que valga la pena, que para hacer crema chantilly se necesita oxígeno y que sin micro burbujas no hay merengue que se precie.
Las burbujas son el espacio negativo de la comida y se disfrutan como si de verdad contuvieran algo más que una ilusión. Donde están las burbujas hay goce pero no hay comida. Como los incas que veían el cielo nocturno en negativo. O sea, no miraban las estrellas sino los espacios negros entre ellas. Tan buenos eran para ver lo que había entre los soles y planetas durante la noche que se fijaron que en el cielo se formaba una gran llama amamantando a sus crías y le llamaron la Yakana. Si consigue verla alguna vez, créame que da un gusto parecido a tirarse un piquero en un gran suflé. Cuando vea la gran constelación negra, me entenderá.
Hay momentos en que es bueno mirar las cosas de otro ángulo y buscar el disfrute no en lo contundente sino en algo liviano como un capítulo de una serie de suspenso o un suflé que nos repleta de ansiedad porque cual antagonista, siempre puede cruzarse un chiflón de aire frío que lo desinfle. Expectantes lo miramos mientras va del horno a la mesa hasta que posado en el plato le metemos la cuchara y lo comemos con el mismo gusto con que uno suelta una una risotada, pasajera y liviana, reparadora y necesaria.
Hay comidas serias y otras divertidas. Los suflés salados o dulces hechos con gruyere, salmón, frambuesa o grand manier siempre son esponjosos como las nubes e idénticos a los que fueron inspiración de los Montgolfier. No los celebramos por sustanciosos sino que por deliciosos. Algo es algo.
Ahora no se cocinan suflés en los restaurantes porque a los chef actuales les gustan sus espumitas hechas con un sifón. A Adriá le salían de película pero ya vamos como en la versión “después del accidente” de esta técnica. Mejor volver a mirar el cielo y a las recetas con siglos en el cuerpo.
Además el suflé aguanta bastante sin desinflarse por más mala fama que le hagan. Cuando las burbujas de aire pierden temperatura se contraen y el suflé se desploma pero, si se vuelve a calentar, el suflé vuelve a subir.
Esta receta es más rápida que un suflé pero igualmente satisfactoria aunque no lleva ni harina ni leche (o sea, sin la bechamel).
Para la salsa de damasco:
¼ de taza de azúcar
1 taza de jugo de naranja fresco
8 damascos secos en julianas
Para la tortilla:
3 huevos, separados
Una pizca pequeña de crémor tártaro
2 cucharadas de azúcar
1 cucharada de Cointreau o Grand Manier
Una pizca de sal
1 cucharada de mantequilla
3 cucharadas de almendras fileteadas ligeramente tostadas
En una olla mediana combine el azúcar y el jugo de naranja y deje hervir hasta que se reduzca a un tercio. Luego agregue los damascos, baje el fuego a medio y cocine a fuego lento de 5 a 10 minutos hasta que los damascos estén suaves. Retire del fuego y reserve.
Precaliente el horno a 200 grados.
Bata las claras de huevo en un bolo limpio y seco. Cuando empiecen a hacer espuma, añada el crémor tártaro y siga batiendo a velocidad media hasta que se pongan algo firmes. Continúe batiendo a velocidad media mientras agrega lentamente el azúcar, hasta que las claras queden a punto de nieve.
En otro bol grande, bata las yemas, el Cointreau y la sal con un tenedor. Agregue ¼ de las claras a punto de nieve a esta mezcla y luego incorpore suavemente el resto.
Caliente un sartén de unos 25 cms. que pueda ir al horno. Póngalo a fuego medio-alto. Agregue la mantequilla a la sartén caliente hasta que forme espume agregue suavemente la mezcla de huevo con una espátula de goma. No revuelva.
Transfiera inmediatamente al horno durante 2½ a 3 minutos, hasta que la mezcla se infle. Retire del horno, ponga la mitad de las almendras tostadas sobre la tortilla. Luego con la ayuda de una espátula mueva la tortilla para asegurarse que no está pegada. A continuación incline el sartén para que la gravedad lo ayude y doble por la mitad formando una omelette.
Por último ponga encima las almendras tostadas restantes y vierta sobre la omelette la salsa de damasco. Sirva de inmediato. ¡A gozar!
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Algo es algo: la puerta de entrada. Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz).https://t.co/Zz24z1PXu5
— Ex-Ante (@exantecl) September 22, 2023
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