Septiembre 4, 2023

Mejor política para recuperar el valor de la democracia. Por Ricardo Brodsky

Ex-Ante
Presidencia.

Al cumplirse 50 años del golpe de Estado, se siguen arrastrando los traumas dejados por la violencia de estado y nuestros jóvenes gobernantes reiteran un discurso ritualizado. El rechazo moral de las violaciones a los derechos humanos se confunde demasiadas veces con una visión acrítica del pasado anterior, con unos marcos muy estrechos a lo decible, incluso con ánimos de censura disfrazados de pureza moral. Finalmente volvemos al discurso de impugnar las responsabilidades de los otros, a revivir las pasiones de entonces, a salvarnos identificando culpables.


Hemos tenido y seguimos teniendo en el país un gran déficit de resguardo de la democracia.

Justamente porque los conflictos existen, un régimen democrático supone la lógica de la negociación, la amistad cívica, las costumbres y usos de la política parlamentaria, los acuerdos y consensos que la caracterizan. Para los que descreen de la democracia, estas conductas son sinónimos de colusión o de debilidad cuando no de sospechosa falta de convicciones.

Cuando se impone esa mirada taciturna y desconfiada ocurre la erosión del valor y de la adhesión a la democracia. Esta erosión tiene para unos fundamentos ideológicos: para unos la democracia no es sino una manifestación camuflada de la dictadura de clase. Para otros, es necesario fundar desde la fuerza un sistema institucional que evite los peligros de la democracia liberal.

La desvaloración de la democracia la manifestaba clara y explícitamente Jaime Guzmán, y en gran medida queda explicitado tras el golpe de Estado de 1973 en la declaración de principios de la Junta militar. La democracia que conocíamos amparada en la Constitución del 25, estaba a su juicio fracasada, no correspondía a la realidad de una sociedad de masas donde la cuestión social se manifestaba con fuerza y la izquierda construía una cierta presencia cultural incontestable.

La erosión de la democracia se da también en el marco de la agudización del conflicto político, donde los medios de comunicación juegan un papel fundamental atizando la polarización. En ese contexto, la violencia política empieza a convertirse en legítima.

Pero, la violencia no sirve para afirmar la democracia. El golpe de 1973 no salvó la democracia ni restituyó “la institucionalidad quebrantada”, como decía uno de los primeros bandos de la Junta militar. Por el contrario, instaló una dictadura refundacional de carácter criminal que destruyó lo que el cardenal Silva Henríquez llamó “el alma de Chile” dejando heridas que hasta el día de hoy afectan nuestra convivencia.

Entonces justamente, si algo nos enseña la experiencia es que las soluciones militares o violentas pueden resolver un vacío de poder pero no conducen a la democracia y tienen gravísimos costos humanos que afectan la convivencia por décadas. La democracia solo se puede salvar con mejor política, respetando la democracia, sus métodos, sus formalidades y su orden. Ese  debería ser al único marco posible y deseable para luchar por nuestras aspiraciones sustantivas.

Después de la tragedia viene la conciencia de que esto no se puede repetir. El Nunca Más tiene que ver con impedir el olvido, con repetir que nuestra sociedad no debe adormecerse, despertar al conocimiento de la verdad y la comprensión de los fallos de nuestra historia y de nuestra cultura. Pero, en democracia sabemos que no podemos aspirar a tales proyectos de perfección política o de redención humana, aunque muchas veces suponemos que la memoria nos ayudará y las paredes de las ciudades se llenan de consignas “No olvidaremos”, “Ni perdón ni olvido”, porque podemos llegar a creer que si no olvidamos nos libraremos de repetir la historia como trató de enseñarnos Santayana.

Pero lamentablemente la idea de que podríamos construir una sociedad libre del mal o que podríamos quedar inmunizados contra el odio y la polarización política es una esperanza vana. Lo estamos viviendo en estos días. Estamos más cerca de repetir los mismos errores que lo que quisiéramos aceptar.

Al cumplirse 50 años del golpe de Estado, se siguen arrastrando los traumas dejados por la violencia de estado y nuestros jóvenes gobernantes reiteran un discurso ritualizado. El rechazo moral de las violaciones a los derechos humanos se confunde demasiadas veces con una visión acrítica del pasado anterior, con unos marcos muy estrechos a lo decible, incluso con ánimos de censura disfrazados de pureza moral. Finalmente volvemos al discurso de impugnar las responsabilidades de los otros, a revivir las pasiones de entonces, a salvarnos identificando culpables.

¿Y qué tal si después de medio siglo hiciéramos el intento de aproximarnos al tema dejando de lado la dicotomía “nosotros y ellos”, donde los otros, ellos, son los causantes de los males, los portadores de todos los errores, los enemigos, y dejamos de asignarnos a nosotros mismos el papel más glorioso de portadores del bien, de héroe o de víctima?

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