La imagen de Donald Trump, compareciendo desafiante ante distintas cortes en Estados Unidos, acusado de innumerables delitos, es la de un Día de la Marmota judicial: seguir la cuenta de los casos se hace difícil, y es comprensible. Entre casos civiles, penales y administrativos, federales y estatales, las investigaciones y procesos activos en su contra suman, por lo bajo, una docena.
Esta semana, ante un tribunal federal, Trump fue acusado por el más grave de los muchos delitos que se le imputan: intentar anular los resultados de las elecciones de 2020, mediante acciones que tuvieron lugar, en términos amplios, en el contexto del ataque al Capitolio, realizado por partidarios azuzados por él mismo.
Hay que subrayar que este caso, en que los fiscales a cargo pertenecen al Departamento de Justicia, se centra en los esfuerzos realizados por Trump para subvertir la democracia en términos electorales: no en las muertes ocurridas durante el ataque al Capitolio, o en el riesgo que ese día, mediante las arengas trumpistas, corrieron las vidas de congresistas y funcionarios.
Trump mentía sobre los resultados, y se le reconoce un derecho a hacerlo. El delito federal no es éste, sino conspirar con otros mediante acciones concretas para subvertir el resultado de la elección. Y en ese contexto, el intento de interrumpir la sesión del Congreso que certificó la victoria de Biden mediante la acción de fuerza de sus partidarios sólo fue la culminación de esta estrategia.
Memorandos escritos por asesores meses antes del ataque demuestran que estas acciones fueron largamente premeditadas, y que la estrategia se mantuvo incólume aunque funcionarios federales y tribunales electorales advirtieron a Trump y a sus cómplices, en tiempo real, que las afirmaciones de haber ganado la elección no tenían fundamento alguno.
El relato completo de la fiscalía, detallando las acciones de Trump y sus cómplices (con rol estelar para Rudy Giuliani, su abogado y ex alcalde de Nueva York) es escalofriante. En particular, la imagen de Trump presionando al Vicepresidente Mike Pence para desconocer el resultado de la elección, y Trump reprochándole su corrección (“¡eres demasiado honesto!”) es hollywoodense y pasará a la posteridad.
Ahora bien, de todos los casos activos, los que realmente importan son los de tipo federal: éste, por el ataque al Capitolio (aunque en realidad el ataque fue a la democracia), y el caso Archivo Nacional, por apropiación indebida de documentos reservados, que Trump se llevó a su casa.
La razón de su relevancia es que la alta probabilidad que todos los casos de tipo estatal sean aplazados hasta que los casos federales sean decididos (por ejemplo, el de Georgia, por manipulación electoral; y los de Nueva York, por fraude financiero y silenciamiento de la actriz Daniels, entre otros).
Si consideramos sólo los dos casos federales, varios de los cargos por los que se acusa a Trump se castigan con 20 años de presidio. Sin embargo, es poco probable que tanto trabajo legal, en tantos frentes, ponga a Trump tras las rejas.
Después de las formalizaciones ya efectuadas, en los dos casos más fundamentales se abre el proceso propiamente tal. Y una decisión final, en ambos procedimientos, no tendrá lugar antes de las primarias republicanas (que comienzan en enero próximo), ni tampoco antes de la elección misma (noviembre de 2024).
Entonces, si el apoyo a Trump, como indican las encuestas, se mantiene tan alto como hasta ahora, lo más probable es que el Partido Republicano tenga como candidato presidencial a una persona acusada -pero no condenada- por gravísimos cargos.
A Donald Trump le conviene, entonces, la lentitud de los procesos; pues aunque ni la acusación ni la condena son impedimentos formales para asumir la Presidencia (la Constitución no tiene una norma al respecto), Trump podría -de ser elegido Presidente- técnicamente indultarse a sí mismo.
Esta situación, inaudita en la historia no sólo de EE.UU. sino a nivel global, debería desencadenar algún tipo de crisis constitucional, socavando la legitimidad del gobierno y la imagen de la superpotencia ante el mundo. ¿Cómo podría un convicto ejercer la Presidencia? Y luego ¿cómo podría concebirse que ese convicto, legítimamente, se perdonara a sí mismo?
Un ex Presidente de los Estados Unidos hoy está formalmente acusado de conspirar contra la democracia de su país. Hace tres años, intentó quebrarla. Lo preocupante es que existe una chance que la quiebre, de verdad, dentro de poco.
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