La entrada del hombre a esa muerte paralela, que se llama la cárcel, no logra nunca alegrarme. Puede ser el peor de los ladrones, el más despiadado de los asesinos, el minuto en que un hombre o una mujer pierde la libertad tiene para mí una solemnidad alarmante que me cuesta celebrar.
Ni a mis peores enemigos, a los que le puedo desear los peores dolores y las más humillantes muertes, les deseo la cárcel. Nadie, por más inocente que quede después, se recupera del todo de la experiencia. Eso es especialmente cierto en las cárceles chilenas donde, además de la libertad, se pierde muchas veces el honor y se pone en juego la dignidad.
No puedo entonces dejar de ver con cierta complicidad a Raúl “Tronco” Torrealba, el todopoderoso ex alcalde de Vitacura, ingresar al anexo cárcel de Capitán Yáber. Me resulta demasiado fácil hacer leña del tronco caído. Delgado y con barba, con esa cara de extravío que tienen todos los que reciben una condena de los tribunales, no puedo dejar de ver también el fin de una cierta época.
Porque por más que sea hoy el ejemplo de todas las malas prácticas y las malas costumbres ante la que todos se lavan las manos, el “Tronco” nunca estuvo del todo solo. Tampoco fue por cerca el único en confundir las cuentas y recibir por lados inesperados fajos de billete. Pareciera más bien que su principal pecado es no haber entendido a tiempo que estas cosas que todos hacían, que eran más o menos normales hacer en los 90 y comienzo de los 2000, ya no se podían hacer o, más bien, no se podían hacer así. Que había maneras más limpias, más difíciles de rastrear, de hacer.
Torrealba fue el último de esos alcaldes “caseros”, esos alcaldes que administran el municipio como si fuera su casa y resuelven las cosas de frente y sin intermediario. Un alcalde que, como rezaba Joaquín Lavín, inventor de la fórmula, se preocupa de las cosas que “realmente le preocupan a la gente.”
Un alcalde de logros innegables, de “cosas” hechas, de objetivos logrados, sin importar mucho cómo ni cuánto costó conseguir canchas, centros culturales, edificios y programas de inclusión. Un alcalde que conoce su comuna como su propia piel y por eso puede llegar a pensar que es su propia piel. Un alcalde que confunde su persona y su función.
Torrealba, ex amigo de todo el mundo, ex ejemplo de cómo se hacen las cosas, fue un gran alcalde y uno terrible. Hijo de una época permisiva en exceso, parte de una confusión más o menos generalizada, no se cuidó porque nunca pensó que había nada que cuidar. Tampoco pensó que los que se beneficiaron de su gestión olvidarían tan luego los beneficios ganados y, como Orpis o Longueira, dejaran que pagara la cuenta de los platos rotos de una comida bien regada y comida en que todos disfrutaron de lo más bien.
En todos los sectores hay más de uno que, si bien no está en la cárcel, podría haber caído y quizás caerán. La política edilicia tiene justamente esa magia parcial: los logros son veloces e impresionantes pero la corrupción está siempre a la vuelta de la esquina.
Los tratos se hacen dándose la mano y mirándose los ojos, pocos papeles se firman, pocos registros quedan. Los alcaldes tratan con constructoras, con empresas de basura y de transporte, gente apurada que quiere soluciones y no ideas. Gestionan lo que de manera cursi se llaman “territorios” que es donde también actúan el narco y las bandas criminales.
Es un trabajo de frontera que requiere, para no caer en la tentación de la ineficacia o el de la excesiva eficacia, una fuerza extraordinaria. Es política activa y de combate, pero también es billete en cash, y esquinas que son tuyas y no tuyas.
El poder de un alcalde no es abstracto o ideológico, es físico, y real, concreto y visible. Por eso se los pone siempre como ejemplo de cómo debería ser la política si estuviera conectada con la gente.
El caso de Torrealba y de otros que se salvaron por ser más discretos o tener mejores amigos en las cortes, prueba que es mejor que la política y los políticos no estén demasiado cerca de la gente. Que es mejor erigir entre el político y el poder concreto de hacer y deshacer una serie de barreras y Contraloría. Que es mejor que el político se dedique a las ideas y no a las “cosas”, que no conozca tan de cerca las necesidades de la gente y la gente que “ayudándolo también a el” pueda solucionar esos problemas.
De manera más o menos adictiva me he dedicado estos días a revisar viejos programas en que el escritor Jaime Bayly cuenta la biografía de los últimos presidentes del Perú. Casi todos de distintos origines e ideologías, casi todos, o todos inmensamente corruptos. Muchos de ellos en muchas áreas extraordinariamente eficientes. Fujimori, Toledo, García, Humala o Kuczynski, encarnaron a su manera el sueño de una política cercana, en que los símbolos importan más que las ideas.
Todos ellos fueron símbolos vivos, pero cometieron el pecado nada venial de negociar ellos mismos contratos que terminaban en gran parte en sus cuentas privadas. Perú queda aquí mismo, tan cerca que hemos sido por mucho tiempo, y ellos por corto tiempo, parte de nosotros.
Nuestra política, por suerte, no se parece demasiado a la suya, aunque tampoco es tan distinta. Me resulta que, antes de hacer leña del tronco caído, deberíamos pensar que, más allá de estos casos, la frontera con el total desprestigio de la política no está demasiado lejos y que debemos pensar qué es lo que nos salva de atravesarla del todo.
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