Un deber de prudencia mínima lleva a no pronunciarse en un caso que se investiga antes de saber de qué, y quién acusa a una persona por conductas tan graves como son los acosos sexuales. El que es condenado por estos delitos recibe, con toda justicia, no solo la reprobación de la ley sino de la sociedad y la opinión pública por lo que le queda de vida.
¿Pero qué pasa cuando el propio acusado no sabe de qué y quién lo acusa? Ahí el deber de prudencia termina brutalmente porque se acaba justamente una de las reglas esenciales de todo nuestro sistema de derechos, el hecho de poder saber de qué se te acusa y quién y cuándo y dónde y cómo. Sobre todo, cuando el presidente, es decir la máxima autoridad del país, te condena de entrada, da por cierta una acusación que el acusado no conoce y le inflige la pena máxima que recibe un culpable, sin que se sepa si es culpable o no porque nadie sabe de qué sería culpable o no.
Esto que escribo no es un resumen para el “rincón del vago” de la trama de El Proceso de Kafka, sino el caso de Christian Larraín, un exsubsecretario de este gobierno, defenestrado antes de saber que pesaba sobre él una acusación que se presentó días después de su expulsión. Esto vendría a decir, y juro que Kafka no tiene nada que ver aquí, que el presidente habría condenado a su subsecretario antes de que fuera siquiera querellado.
Es decir, de modo clarividente, supo que sería demandado y supo que era culpable y supo que era mejor que no se investigara nada y que él aplicara de modo unilateral la máxima pena por el crimen que no había sino aun denunciado.
Seguro que me equivoco, y de hecho en pocas horas la versión de los hechos ha cambiado seis o siete veces. Pero de ser los hechos tal y como fueron relatados en un principio, no sería a Kafka al que habría que convocar como ejemplo de la actuación del gobierno, sino el de Stalin.
En sus cárceles muchos condenados tenían que dedicarse a encontrar en su pasado, su conducta o su carácter la razón de su condena. El abogado persecutor ahorraba en esto muchos esfuerzos, era el condenado el que se imponía la pena máxima. Nadie hacía muchas preguntas porque el que las hacía terminaba en la prisión condenándose a sí mismo.
Ese perfecto sistema de coerción se empezó a usar hace décadas en las universidades norteamericanas primero, y en el mundo entero después, para regular los asuntos que tengan que ver con el sexo y con la raza. Se trata, en ambos, de dejar en claro que en esos terrenos la razón no tiene razón, y que el derecho tampoco tiene derecho. O que rige otro derecho y otra razón que la que regula las otras esferas de la vida social. Este mecanismo tiene por objeto no solo condenar a los que transgreden reglas que a todos les parecen legítimas, sino conseguir que nadie cuestione los procedimientos a través de los cuales se consigue la confesión del transgresor y su condena.
Se trata de que cuando se pronuncia la palabra acoso sexual, todos actuáramos como si el acoso ocurriera en vivo y en directo delante de nosotros. Es decir, se trata de hacernos cerrar los ojos, y la boca y la orejas apenas la palabra sexo se cruza con la palabra ley. El debate sobre los “monos peludos” y los compañeres nos han hecho olvidar que lo primero que rebeló a la izquierda clásica, a la universalista, a la democrática, a la social demócrata fue esa suspensión de las reglas del derecho, en ciertas versiones tardías del feminismo y la lucha antirracista.
Esta idea del miedo a ciertas palabras, a ciertas expresiones, a ciertos gestos como una pedagogía social asqueó a todos mucho antes que cualquier plurinacionalidad o agenda sexual rematara el asunto (que en Chile tuvo el especial ingrediente del estallido).
Por lo demás, no son esas ideas, la defensa de los derechos sexuales, o de las minorías étnicas la que nos hizo sentir que algo olía mal en Dinamarca, sino los métodos con que pretendieron imponerse. Las funas, los juicios perentorios, el cuestionamiento a la presunción de inocencia y no el @ o el amigues, los cambios de lenguajes son los que dan miedo. Lo otro siempre ha dado solo risa o ganas de probar nuevas cosas.
Tanto en España como en Chile, los votantes no se han vuelto intolerantes, xenófobos o moralistas de pronto. La verdad es que nunca han dejado de serlo. Cuando esa elite “bien pensante” deja de pensar, cuando tiene una idea pobre o equivocada del bien y el mal, seguirla o confiar en ella resulta contraproducente. En toda ciudad hay un Ñuñoa, y es bueno que exista, pero si Ñuñoa se olvida de su función y adora lo feo, lo tonto y lo violento entonces el rechazo que produce su soberbia se junta con el desprecio que consigue su estupidez. Si los demócratas no creen en la democracia no resulta raro votar por los republicanos que, por lo menos, nunca han creído del todo en ella.
Cabe la posibilidad de que Christian Larraín sea culpable del crimen que no sabe quién, ni cómo, ni cuándo, le imputan. Pero cabe la posibilidad que no sea culpable. Si es culpable el presidente o la ministra, o ambos, pueden dedicarse a la meteorología o al horóscopo porque tienen la segura facultad de ver el futuro. Si es inocente entonces no habrán cumplido con el primero de sus deberes, que es darle garantías de un juicio justo e imparcial a un inocente y haberlo condenado sin prueba alguna.
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