No hay duda de que este año viene difícil, tanto para Chile como para el mundo. La tarea de reducir la inflación va a tener efectos recesivos en todas partes, agravados en Chile por incertidumbres políticas.
Sin embargo, tenemos razones para albergar algo de optimismo político. Desde el 4 de septiembre hemos visto señales de sensatez en el país. El notable Acuerdo por Chile ha demostrado que esas virtudes se han extendido al Congreso, donde el pacto fue firmado por un amplio espectro de congresistas. Desde luego, ese Acuerdo significa que este año estaremos dedicados a la nueva Constitución.
Vale la pena, porque hay esperanzas de que emerja una Constitución que nos permita dirimir nuestros conflictos en vez de exacerbarlos. En realidad, pareciera que de a poco se han ido desprestigiando aquellos que ven a la política como una guerra. De a poco nos estamos despertando de esa pesadilla en que el que no se polarizaba era funado. Eran tiempos, esperamos que ya superados (aunque los recientes indultos lo pongan en duda), en que el miedo de tanto político a denunciar la violencia dejó “libres las manos a traficantes y saqueadores, a jóvenes enrabiados, a extremistas convencidos de estar a las puertas del Palacio de Invierno, anarquistas primarios y muchachos y adultos fronterizos al mundo del delito”.
La cita es de la introducción que hace Ernesto Ottone a su excelente libro de columnas que sacó esta semana con el título Crónica de una Odisea. El libro es una oda a la moderación, a la resolución pacífica de conflictos, a la democracia, a todo lo que cabe defender. Fue presentado el miércoles en el CEP por Leonidas Montes, Paula Escobar y Ascanio Cavallo, en presencia de Ricardo Lagos Escobar, cuyo segundo piso Ottone presidió entre 2000 y 2006.
Había que peñiscarse ese miércoles para no pecar de nostalgia por ese gran sexenio de Lagos. Peñiscarse porque no se trata de volver al pasado. Se trata de crear un futuro imperfecto pero viable en que podamos combinar crecimiento con menos desigualdad, con mejores derechos sociales, pero también con responsabilidades bien delineadas, porque no hay sociedad más egoísta e individualista que aquella en que todos reclamamos derechos sin ofrecer nada a cambio.
En el CEP ese día se recordaba también la encuesta que había sacado la institución la semana anterior, y que da para mucha reflexión. Confirma un país de gente moderada que rechaza la polarización. Pero es gente también asustada. De lejos la mayor preocupación es “delincuencia, asaltos, robos”: preocupa 6 veces más que la inflación y 20 veces más que la Constitución.
Una consecuencia preocupante es que la gente privilegia cada vez más orden y seguridad sobre libertad y ha caído mucho la confianza en la democracia. Muy peligroso eso. Por tanto, antes de cantar victoria por la creciente moderación, tenemos que enfrentar esta pérdida de entusiasmo con la democracia.
Sus razones son múltiples. Cuando le va mal a un país en otros aspectos cae la confianza en la democracia porque la gente confunde correlación con causa. Todo lo malo -crisis económica, inmigración ilegal, estallido, delincuencia- es de alguna manera confundido con el sistema democrático.
Pero el problema de nuestra democracia tiene también causas reales. Hay grupos políticos que no creen en la democracia representativa y que se empeñan, con algún éxito, en subvertirla. Más grave: tenemos un sistema electoral que produce un Congreso atomizado en que los partidos pierden control sobre sus militantes. Florecen los parlamentarios díscolos, los populistas, los campeones del show, los narcisistas, con terribles efectos, tanto en la gobernabilidad del país como en el prestigio de los políticos en general. En la CEP solo el 8% de los encuestados tiene “mucha o bastante confianza” en el Congreso, y solo el 4% la tiene en los partidos. Eso es terrible para la democracia.
Debería ser un problema abarcable, porque en su mayoría nuestros políticos son serios y sacrificados. Su calidad se refleja justamente en el Acuerdo por Chile. El problema es que los políticos han sido irresponsablemente denostados como “clase” por los medios, sobre todo la televisión, que parece incapaz de distinguir entre un político bueno y uno malo: más bien le han prestado más atención, y dado más tiempo, al malo, al populista, al farandulero.
También se han hecho mucho daño los políticos entre ellos, producto de la polarización que hemos vivido. Cada vez que un político le tira lodo a otro, se lo está tirando a sí mismo y a todos sus colegas.
“Parecería que comenzó a existir una esperanza de retorno a la cordura”, escribe Ottone, con su característica cautela, en la penúltima columna del libro, la de octubre pasado. Estoy de acuerdo, pero para que ese retorno a la cordura prospere, no podemos seguir con el sistema electoral actual y no podemos sumarnos al maligno deporte televisivo de denostar a nuestros políticos sin distinción.
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