Finalmente se vota este martes en el Senado chileno la aprobación del Tratado Integral y Progresista de Asociación TransPacífico (CPTPP es la sigla en inglés), también denominado TPP11. Un acuerdo que hoy engloba al 13,5% del PIB mundial y a 480 millones de personas, y que supone también una alianza estratégica, clave para países medianos y pequeños en un mundo formado por bloques.
El CPTPP encarna los más altos estándares mundiales actuales en comercio y otros temas –así lo describen Nueva Zelanda, Canadá, los demás Estados partes, y numerosos otros interesados en integrarse a él. Entre ellos hay países desarrollados y en desarrollo, de todos los tamaños, reuniendo democracias liberales junto a regímenes comunistas de partido único.
A cuatro años de la entrada en vigor, además, las partes ya han compartido estudios analíticos de impacto: la mayor cooperación económica y la mejora de flujos comerciales e inversión es real. Las partes, de hecho, exploran ahora una etapa más avanzada, de mayor cooperación en economía digital y verde.
Entre los signatarios, sólo Chile y Brunei tienen pendiente ratificarlo. Para un país como el nuestro, conocido por su apertura comercial (política de Estado), la tramitación no debió requerir tantos años. Sobre todo, considerando el hecho que después del retiro de EEUU (hace ya seis años), las críticas a iniciativas promovidas inicialmente condujeron en el proceso posterior a alcanzar acuerdos mucho mejores.
Trump, hay que agregar, estimó que para promover la industria nacional y proteger al pueblo, especialmente los trabajadores, prefería la vía bilateral: ideas que respecto de este tratado no distan mucho de las consignas de Revolución Democrática.
¿Cómo explicamos entonces el retardo chileno de cuatro años? La respuesta es: la desconfianza que generó la mentira sembrada por el populismo, en el terreno fértil de la ignorancia generalizada. Porque pocas veces en la historia de Chile se ha visto una brecha tan grande entre la verdad y las burdas tergiversaciones lanzadas por propagandistas y repetidas por autoridades. Para que Chile rompa una política de Estado de décadas, se ha torcido la historia nacional y la del sistema internacional hasta fundirlas en un relato conspirativo. Gran parte del diálogo nacional se ha desarrollado así en términos que rayan lo absurdo, desnudando irresponsabilidad en el Congreso e impericia en la prensa.
Cabe hacer notar que aspectos centrales de la falaz narrativa sobre este tratado son jurídicos; no obstante, personas sin expertise legal alguno se explayan sobre ellos sin arrugarse. A continuación, los principales.
El CPTPP es un acuerdo que cubre prácticamente todos los aspectos del comercio y la inversión. En esencia no es distinto de otros TLCs con los que Chile cuenta: representa su evolución hacia la modernidad. Esa red de tratados es la más amplia a nivel mundial en la materia y ha distinguido globalmente a la diplomacia comercial chilena como sagaz y actualizada (al punto de enseñar a otras naciones a negociar). Chile no ha sido “engañado”; tampoco ha estado nunca ausente de debates contemporáneos en la materia.
El acuerdo presenta compromisos de última generación sobre acceso al mercado en el comercio de bienes, servicios, inversión, movilidad laboral y contratación pública. Establece reglas claras que ayudan a crear un ambiente consistente, transparente y justo para hacer negocios, con capítulos que cubren temas como barreras técnicas al comercio, medidas sanitarias y fitosanitarias, administración aduanera, transparencia y empresas estatales.
Contiene también algunos sobre cooperación técnica para el comercio que beneficia a las PYMES, así como otros sobre la protección del medio ambiente y los derechos laborales, para garantizar que las partes cumplan con sus obligaciones en estas áreas (esto se exige mediante el capítulo de solución de controversias).
Respecto a la gravísima mentira, injuriosa de la función pública, de que los funcionarios públicos negocian obedeciendo a multinacionales, difundida sin escrúpulos por el señor Gabriel Palma, ha sido categóricamente desmentida por los funcionarios que negociaron este acuerdo y otros de los que Chile es parte. Decir que éste y otros tratados se han negociado “a espaldas del pueblo”, existiendo amplios cuartos adjuntos y otros mecanismos que integran a la sociedad civil, en éste y otros tratados, es otra peligrosa tergiversación.
El actual gobierno públicamente condicionó la conversación parlamentaria sobre el CPTPP al resultado del plebiscito constitucional. Por lo tanto, habiendo un claro resultado, corresponde que el Congreso tome esa definición. Ello toca no como fruto de una conspiración del empresariado, sino porque hay responsabilidad del Estado de Chile frente a las contrapartes en este acuerdo, que llevan cuatro años esperando que nuestro país decida si ratifica o no (si la opción tomada es negativa, eso gatillará acciones rápidas en el contexto bilateral y en el multilateral). Y dado que está comprometida la buena fe pública internacional, resultaría una burla al objeto y fin de un acuerdo ya aprobado por el Legislativo, el que el Ejecutivo intente impedir sus efectos mediante tácticas dilatorias.
Los TLCs no impiden hacer política pública. Si así fuera, ¡ningún país los firmaría jamás! No impiden cambiar constituciones o leyes, o que el Estado pueda desarrollar política industrial, ambiental, etc. Chile en las últimas décadas ha realizado importantes cambios tributarios, previsionales y de salud pública, entre otros, y los tratados no ha impedido emprender e implementar estas reformas.
Lo que estos tratados protegen es el diálogo con los inversionistas, en condiciones de transparencia y no discriminación (lo que en general es, además, norma de derecho nacional – libre competencia–). Es totalmente falso decir que protegen rentabilidad a todo evento, prohibiendo cambios como subir el sueldo mínimo, o la regulación de un pesticida, etc.
La evolución de la jurisprudencia sobre arbitraje internacional de inversiones lo demuestra abundantemente (el subsecretario Ahumada repite que tal jurisprudencia “no existe”, a pesar que ésta es una rama del derecho, estudiada en la mayoría de las universidades del mundo, siendo Cambridge -su propia alma mater – la mayor compiladora de la misma).
Según la propaganda, el CPTPP permite que cualquiera multinacional, y también una corporación chilena que se considere internacional, dirima un conflicto con el Estado de Chile, sobre asuntos chilenos (“como el sueldo mínimo”) ante unos tribunales internacionales poco serios (“donde la multinacional es juez y parte”), siendo las side letters una defensa reciente ante tan diabólico mecanismo.
El mejor argumento contra la propaganda es la evidencia empírica. La solución de controversias Estado-Inversionista del CPTPP, en esencia, es la misma de todos los TLCs firmados por Chile; los que no han generado una pléyade de casos internacionales contra Chile ante Cortes internacionales “falsas”, por los siguientes motivos:
La total falta de expertise legal entre los propagandistas se evidencia particularmente en las críticas al arbitraje per se, no obstante ser un tipo de adjudicación que existe desde los albores del derecho occidental. Tal como para los litigios entre Estados costó mucho crear Cortes estables (que aún no desplazan del todo a los tribunales ad hoc), los litigios Estado-inversionista, rama novísima del derecho internacional, se desplaza en esa dirección.
El debate sobre las propuestas para su desarrollo futuro -del cual Chile siempre ha participado- no conduce al rechazo total a los mecanismos actuales, ni a los tratados que los contemplan. Y menos debería serlo para un país como el nuestro, que necesita la inversión extranjera, y que gracias al respeto al Estado de Derecho, hasta hoy ha triunfado abundantemente en las pocas instancias internacionales a las que ha debido concurrir a defenderse frente a un inversionista. ¿Por qué repentinamente debemos “resguardarnos” de instancias que probadamente han beneficiado a Chile? Nadie del gobierno Boric responde aún esta pregunta.
Para cerrar: si algo enseña la política comparada, y los casos del Brexit y de Trump, es que más allá de la suerte de un tratado tal o cual, lo realmente preocupante es cómo llegamos hasta aquí.
Qué motivó que prestáramos atención a teorías que suenan excesivamente siniestras.
Cómo durmió nuestro sentido crítico cuando ellas fueron extendiéndose.
Y cómo una administración, prisionera de un relato previo minoritario, se resiste peligrosamente a resolver contradicciones, construir mayorías sustentables, buscar mayor sustento técnico, y -más importante que todo lo anterior- aceptar la realidad.
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