Las plataformas se sobaron las manos: una gran mayoría de premiadas y nominadas está en alguna.
Por si acaso: la ganadora a Mejor Película, CODA , también está en salas: en Cinemark y Cine Arte Alameda. Y en este último están Drive My Car (Mejor película Internacional) y Summer Of Soul (Mejor Documental)… que además está en Star+. plataforma que mantiene una muy buena oferta de películas y series. (Drive My Car: desde el 1 de abril en Mubi).
Acá, una selección, partiendo por la premiada.
En el Nueva York de 1969, mismo verano del mítico Festival de Woodstock, se realizó el Festival Cultural de Harlem: a lo largo de seis días asistieron a él 300 mil personas.
Y aunque fue grabado, las imágenes permanecieron 50 años en un sótano. Hasta ahora. En las mismas calles del barrio, y frente a un escenario, se abarrotaron miles de familias del lugar —prácticamente en su totalidad negras— a escuchar a sus estrellas. Pero “no solo se trataba de música. Somos negros y a mucha honra”, como dice uno de los entrevistados.
Era la época del sello Motown, una era convulsa en que se sucedieron los asesinatos de Martin Luther King (1968), Malcolm X (1965), John Kennedy (1963), Robert Kennedy (1968), las manifestaciones contra la guerra de VietNam. Pero sobre todo la era del “Black Power”. Con un alcalde de Nueva York blanco y republicano, pero muy querido y cercano a la población de Harlem. En el escenario del Festival se reunieron el jazz, el blues y el gospel.
David Ruffins (ex The Temptations) cantando “My Girl”; Stevie Wonder; B.B. King; The 5th Dimension (“Aquarius”); The Edwin Hawkins Singers (“Oh, Happy Day”); Gladys Knight; el soul psicodélico de Sly and The Family Stone (con un baterista y un saxofonista blancos). El reverendo Jesse Jackson contando sus últimas horas junto a M.Luther King. Y la tremenda y contestataria Nina Simone, cuyas canciones eran relatos de lo que pasaba en el país, desde la vivencia de una mujer negra. Con fuertes discursos, “entre la esperanza y la pena; la pena y el desafío”.
Es un impresionante documento, aunque su Oscar se vea más como un pago de deuda de los académicos desde el #BlackLivesMatter. Ojalá llegue a Chile el extraordinario documental danés, Flee, —que se esperaba ganase este Oscar al menos— un largo animado de asombrosa factura en torno a una muy actual y fuerte temática. A esa asombrosa producción le ganó Summer of Soul.
Muchos críticos y cinéfilos extrañaron la total ausencia en las nominaciones de esta película de Ridley Scott, con un elenco apabullante. Scott filma con elegancia, un diseño riguroso e imágenes apabullantes el horror del medioevo, en toda su esplendorosa oscuridad; y lo más interesante, desde un punto de vista femenino.
Ambientada en Francia, en 1386, El Último Duelo se basa en una investigación de un hecho real acaecido en esa época y lugar.
Siguiendo el esquema narrativo de Kurosawa en Rashomon, Scott divide la historia en tres puntos de vista (en el filme del maestro japonés son cuatro), pero a diferencia de ese gran clásico, que es puro escepticismo, esta historia establece tres “verdades”, para cerrar con “LA verdad”.
Más que grandes cambios en las versiones, en cada capítulo se agregan algunos hechos y sobre todo se va subiendo el voltaje de la violencia. No solo la visual sino aquello que tiene que ver con la barbarie medieval en torno a la fe y su retorcida interpretación del cristianismo y sobre todo el trato hacia la mujer.
The Last Duel
Uno de los hechos más celebrados de la reciente premiación de la Academia es que el Oscar a Mejor Dirección se lo llevara, por segundo año consecutivo, una mujer: Jane Campion (El Poder del Perro). Con lo que se suman ya tres directoras con esta estatuilla.
Porque el año pasado quien ganó este premio fue Chloé Zhao con Nomadland, que obtuvo también el Oscar a mejor filme y mejor actriz protagónica (Frances McDormand, también productora).
Nomadland es el tercer largometraje de C. Zhao, directora y guionista china asentada en Nueva York, con un claro foco en un cine antropológico. En su anterior filme, The Rider (2017, en Netflix), se interna en una zona baldía de la reserva indígena de Line Ridge, para relatar la historia de un chico amerindio, en un formato de docuficción.
Para filmar Nomadland, Zhao se basó en el libro de la periodista Jessica Brudler. La película incluye solo dos actores profesionales: McDormand y David Strathaim.
Fern (McDormand) deja su pueblo en Nevada tras el colapso económico que causó el cierre de la principal fuente de trabajo del lugar. Viuda y sin hijos, inicia un viaje sin destino preciso en una antigua Van. Atravesando el país se va encontrando con una comunidad que ha decidido vivir sin ataduras, fuera de cualquier convención.
Nomadland
Por esta película Olivia Colman (sí, la reina en The Crown) se quedó con el Oscar a Mejor Actriz que todo el mundo suponía era para Glenn Close por La Esposa, en su séptima nominación.
Fue tan sorpresivo que la actriz inglesa ni siquiera tenía preparado un discurso de agradecimiento. Ya había ganado en el Festival de Venecia, donde la película obtuvo el Gran Premio del Jurado. (También arrasó en los Bafta). Exquisitamente sórdida, se trata de una deslumbrante película de época.
Al centro, tres mujeres decididas, inescrupulosas, sibilinas y que harán lo que sea por el poder: esa es la tensión que no afloja en todo el metraje de La Favorita. Tras los finos salones, los extasiantes jardines, los exquisitos diálogos corre subterráneamente la miseria humana en su máxima expresión. Allí está en lujoso detalle la corte inglesa de comienzos del siglo XVIII, con una reina Anne (grandiosa O. Colman) de aspecto un tanto repulsivo, enfermiza, desorientada, pero sin vacilaciones cuando se trata de ser perfectamente déspota. La hábil, elegante y cínica Lady Sarah Churchill (¡de temer Rachel Weisz!), es su gran compañía y consejera. Hasta que llega a Palacio su prima Abigail (Emma Stone, haciendo el peso a sus compañeras de elenco), una aristócrata que ha quedado en la calle y que la habilidosa Sarah se encarga de destinar al sitio que le corresponde: los patios de la servidumbre donde hará de fregona.
Nada que pueda amilanarla: una sobreviviente como ella, con un norte claro y una inteligencia tan maligna y eficaz como la de Lady Sarah, no tardará en entrar en la disputa por ese espacio de poder, por muchas humillaciones que tenga que pasar previamente.
Filmada con gran angulares, “ojos de pescado” y muchas tomas largas, a la grandiosa fotografía de Robbie Ryan se suma la hermosa música de Handel, Bach, Purcell, Vivaldi, Olivier Messiaen, Luc Ferrari, Anna Meredith, Schubert, al ritmo de cuyos compases se deslizan elegantes las reinas y sus peones. Y un persistente sonido monocorde en ciertas secuencias.
Advertencia: el cine de Yorgos Lanthimos es de alto impacto emocional y por lo general gusto de cinéfilos. Aunque esta es quizás la más ¿“convencional”?.
The Favourite
Oscar a la mejor película, guion y actriz secundaria, esto es Cine con mayúsculas. Basada en las memorias del protagonista del filme, publicadas en un libro hacia fines del siglo XIX, es un drama doloroso y crudo.
El director británico Steve McQueen es un artista, un esteta, hace hablar a las imágenes y convierte lo que podría ser una historia acotada a un momento y geografía en una interpelación universal y actual al hombre, en la que lo interroga sobre la libertad, la ética, la legitimidad de sus leyes, el contrato social, cómo la barbarie convive con la civilización, y cómo la bondad y la maldad se mezclan ambigua y confusamente.
Nada sobra en la pantalla, y por eso las imágenes son bellísimas, porque cuentan la historia, como lo hace la música, que es también parte de ella. Como el propio McQueen lo dijo, pensó en los terribles cuadros de Goya cuando hizo esta película.
Va la advertencia: es muy dura.
12 Years a Slave
El dolor y el glamour de una estrella apagándose. Renée Zellweger se llevó el Oscar, el Bafta y el Globo de Oro, entre otros premios, por su dramática interpretación de Judy Garland, una actuación construida desde el alma, llena de matices, complejidades e incluso contenida.
De la dolorosa vida de Judy Garland, la película se enfoca en los últimos meses de su vida, que terminó tempranamente a los 47 años.
Tras un patético deambular nocturno, vestida de gala, con sus niños de la mano (hijos de uno de sus ex maridos), continúa hasta el lujoso departamento de su hija Liza Minelli, donde se integra a una fiesta bien regada.
Seguirá de tumbo en tumbo, para finalmente instalarse en Londres, donde la han contratado para una serie de actuaciones.
Allí transcurre casi toda la película que, mediante algunos racontos, nos traslada cada tanto a su poco feliz tránsito por el Camino Amarillo de El Mago de Oz (1939), siendo una pre adolescente.
De una fragilidad física y emocional que se transmite hasta el desgarro, lo que vemos en esos ojos asustadizos y tiernos es a una niña a la que le arrancaron brutalmente las mínimas etapas y procesos que se requieren para convertirse en una mujer. En lugar de ello, lo que creció hasta llegar a los 47 años fue una estrella. Ese tránsito por la decadencia, siempre cubierto de glamour, y cómo es que ella apenas puede lidiar con su atormentada psiquis es lo que nos narra la película.
Bellamente conmovedora.
Judy
Estrenada en Cannes, si hay una película en la que Pedro Almodóvar ha decantado su estilo esa es Dolor y Gloria. Con Antonio Banderas como su alter ego, Salvador Mallo, es también la más personal de sus películas.
Sin golpes de efecto, ni extravagancias, en Dolor y Gloria desarrolla un melodrama más contenido, a la vez que de una mayor profundidad, ganando una emotividad que cala más hondo en el espectador. Los colores contrastantes y definidos -mucho rojo, verdes encendidos, a veces amarillo- llenan la pantalla en encuadres de una cuidada armonía, en habitaciones y recintos llenos de detalles significativos. Mientras que la infancia de Salvador remite a pueblos soleados, de casas blancas, con mujeres lavando sábanas en el río.
Llama la atención que Almodóvar haya decidido contar su historia de manera más simbólica -no es una autobiografía- y organizarla a partir de aquello con que el director manchego rompió esquemas y traspasó límites: el cuerpo. El director de cine y dramaturgo con que nos encontramos, Salvador Mallo (Banderas, ¡merecida Palma de Oro 2019!), es un hombre que nos enumera -con imágenes digitales de exquisito diseño- todas los achaques que acarrea.
En el cuerpo se ha reunido su dolor. Pero también están aquellos del alma, que no puede colocar en láminas: sufre de insomnio, angustia, ansiedad y depresión. La gloria que ha cosechado en su vida está a la vista: su amplio y luminoso departamento en Madrid está lleno de obras de arte exquisitas, una pasión que ha podido permitirse. Pero aunque nadie lo ha olvidado, su filme más exitoso lo estrenó hace 32 años.
Tiene escritos sin acabar en su computador y un proyecto que le significa mover en alguna dirección esa vida en pausa, dolorosa, desprovista de pasión y deseo. Pero desde antes, Salvador ha visitado su niñez, en recurrentes racontos, en que se impone la fuerte presencia de su madre. La suma de todo ello le ha permitido desanudar el pasado para explicar el presente y así hacer posible el futuro.
Dolor y Gloria
Envuelta en una historia de ciencia-ficción —salpicada de aventura, riesgos, suspenso y no pocos elementos de thriller— Ad Astra es, en rigor, un drama que explora un dilema muy íntimo y tan antiguo como la humanidad: la búsqueda del padre.
Por las narraciones en off del mayor Roy McBride (Brad Pitt) del Comando Espacial, sabemos que tiene un matrimonio que se ha resquebrajado en buena parte por las largas ausencias que le demanda su trabajo. En este futuro impreciso en que se desarrolla el relato, hay una estación espacial instalada encima de la atmósfera de la Tierra, los viajes a la Luna son en modo turístico —es un sitio colonizado, con zonas peligrosas donde circulan “piratas”— y en Marte hay un Centro que dirige Helen Lantos (Ruth Nega), que parece una sucursal de cualquier repartición pública.
McBride es un hombre controlado, tan eficientemente como para aprobar los sucintos tests sicológicos a los que cada cierto tiempo debe someterse, de lo cual se encarga una máquina (como quien se mide la presión o un estado febril). Roy ha aprendido a reprimirse (que es más que controlarse), lo que le ha dado ventajas en su carrera, pero no así en su vida personal. Sus superiores lo respetan por sus méritos y también por ser el hijo de un héroe, Clifford McBride (Tommy Lee Jones), un hombre que fue enviado en misión a Neptuno hace 29 años. De él, su hijo guarda los últimos mensajes recibidos y los recuerdos que puede tener un niño.
Fuertes tormentas eléctricas que amenazan al planeta ponen a McBride en una misión, junto a quien fuese un compañero de su progenitor (Donald Sutherland). El viaje de Roy es de doble sentido: va en busca del explorador, quien puede contener la clave del grave problema que enfrenta el Planeta, y del hombre. Lo que obsesiona a Roy es un hecho cada vez más difícil de soslayar: la ausencia y la sombra del padre se han proyectado sobre él anulando su propia vida. Sabe que si quiere salir de su estancamiento vital debe encontrar a su padre, aunque sea de manera simbólica, para terminar de comprender si ha sido un niño abandonado, si está replicando esa herencia o si un accidente los separó.
Ad Astra (“hacia las estrellas”) es en esencia una película sicológica, con muchos silencios, porque es el viaje interno de un hombre que espera con ansias el momento de entender sus errores y terminar con su soledad.
Ad Astra
Si usted dijo “paso” después de las advertencias que le hice por Doce Años de Esclavitud y La Favorita, esta es su película. El Cuento de las Comadrejas es una cáustica y desopilante comedia negra, plagada de diálogos agudos como estilete y un guion que es una delicia de principio a fin.
Se trata de un remake (con variantes) de una mítica película argentina (Los muchachos de antes no usaban arsénico , 1976).
Las contundentes actuaciones de sus cuatro protagonistas contribuyen de manera decisiva al gozoso resultado: Graciela Borges (La ciénaga), Oscar Martínez (El Ciudadano Ilustre ), Marcos Mundstcok (Les Luthiers) y Luis Brandoni. A ellos se acoplan a la perfección Clara Lago (Ocho apellidos vascos), y Nicolás Francella.
Prácticamente todo sucede en una impresionante casona antigua rodeada de jardines y estatuas, en algún lugar de las afueras de Buenos Aires. Los salones, las grandes escaleras, los retratos y pinturas que cuelgan de la paredes, los pesados cortinajes, la recargada decoración conducen a una sola palabra: decadencia. El tiempo se ha detenido allí y sus habitantes están irremediablemente atrapados en una suerte de pausa infinita.
La vida los dejó abajo por distintas circunstancias, pero nada ha conseguido mantener a raya sus egos ni menos bajar sus defensas. Las mentes ágiles y suspicaces de Norberto Imbert (Martínez) y Martín Saravia (Mundstock), alguna vez cotizados director y guionista, respectivamente, de cine, no descansan.
Mara Ordaz (G. Borges) aún se viste (o disfraza) como la diva que nunca ha dejado de ser, una que hace muchos años ganó un Oscar. Su marido, Pedro de Córdova (Brandoni), postrado en una silla de ruedas, parece el más cercano a la realidad: mal que mal, él fue un actor de segunda, a la sombra de su rutilante mujer, quien se sigue contemplando a sí misma mirando una y otra vez sus películas en el microcine del subterráneo, profusamente adornado con afiches de sus proezas.
El equilibrio precario de esta singular (y misteriosa) convivencia se desestabiliza cuando irrumpe “casualmente” una pareja de jóvenes, Francisco (Francella) y Bárbara (Lago), que se deshacen en elogios ante Mara. Campanella (Oscar por El Secreto de sus Ojos) juega al cine dentro del cine, no solo con los irónicos parlamentos de Martín, que nunca deja de ser guionista, y las consiguientes observaciones de Norberto, sino con una mirada sardónica a esa trampa que es la fama y el poder y que captura a muchas estrellas. Pero aun siendo el ego el ostensible talón de Aquiles de Mara, ni ella ni el resto de los habitantes de la casona son inofensivos y dulces viejecillos.
Esta curiosa “familia” esconde varios cadáveres en el armario y tiene muchas cuentas por cobrarse. En el juego de poderes que se establece entre ellos y los visitantes -el eje por donde circula la historia- los secretos pueden ser un jaque mate para cualquiera de los dos bandos.
Ojo con la partida de pool.
El Cuento de las Comadrejas
Premiada en Sundance como Mejor Filme y Premio del Público, esta es una refrescante dramedia, que aborda con soltura, ingenio y creatividad una historia que pudo ser un cliché de principio a fin.
Greg, un chico en el último año de secundaria, con una timidez rayana en la fobia social, es quien narra su historia y su particular y divertida forma de mirar y enfrentar la vida. Él no sólo es un buen chico sino que es creativo, inteligente, gentil. Solo que no lo sabe: su opinión de sí mismo es tan pobre que su única aspiración en la vida es pasar inadvertido, ser invisible. Su único amigo es Earl, un chico negro que vive en un barrio peligroso a quien conoce desde pequeño de una insólita manera. Él lo llama compañero de trabajo porque juntos hacen películas.
En lo que es el más entrañable homenaje al cine dentro del cine, los chicos filman versiones de clásicos usando los recursos que tienen a la mano (gran lección: el verdadero arte surge desde la imaginación, después vienen los recursos). Y es que el padre de Greg, un profesor de sociología que pasa en bata, los ha acostumbrado desde pequeños a sentarse con él en su sofá a ver películas europeas (Herzog el más citado).
Este precario equilibrio que mantiene Greg se rompe cuando su encantadora pero muy insistente madre lo conmina a visitar a una compañera, Rachel, que acaba de ser diagnosticada con leucemia. Greg ni siquiera es capaz de ser rebelde y a contrapelo parte a casa de Rachel, a quien alguna vez ha visto en la escuela y nada más.
La relación que establecen esta adolescente amenazada de muerte y Greg, un chico que evita vivir la vida, es inusual, sorprendente, insólita, entrañable, como lo es toda la película, una de las pocas que ha sabido mirar al alma a la más compleja de nuestra etapas vitales: la adolescencia.
Hay tanto humor en ella que no se puede creer que en el centro esté el drama de una jovencita que padece una enfermedad cruel de pésimo pronóstico. Y es que Yo, él y Raquel trata más bien de algo tan difícil como enfrentarse a la muerte: el doloroso pero insoslayable proceso de crecer. Algo que tenemos que hacer solos, por más que los adultos que nos rodean y aman quisieran hacerlo por nosotros.
Yo, él y Raquel es preciosa, divertida, triste y sabia.
Me & Earl & the Dying Girl
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